La memoria suele mostrarse como un territorio movedizo, una arena que se desplaza bajo los pies y obliga a detenerse para no hundirse. A veces los recuerdos no aparecen en forma de certezas, sino como fragmentos que otros manipulan, ocultan o deforman, piezas de un rompecabezas al que siempre le falta algo. En ese espacio intermedio, entre lo que se recuerda y lo que se desconoce, se instala ‘Romería’, la película de Carla Simón que, más allá de una narración sobre trámites burocráticos, observa la forma en que las familias se construyen alrededor de secretos y vergüenzas, y cómo la juventud se ve obligada a confrontarlos.
El título remite a un viaje, a una peregrinación que rara vez se limita a un recorrido físico. Aquí lo que se despliega es un tránsito hacia un pasado nunca vivido directamente por la protagonista, pero que la define por completo. Marina, interpretada con aplomo por Llúcia Garcia, acaba de cumplir dieciocho años y necesita un documento oficial para acceder a una beca universitaria. Esa gestión aparentemente rutinaria la obliga a viajar desde Barcelona hasta Vigo, lugar en el que su padre falleció víctima del sida en los años noventa. Ese desplazamiento abre una fisura en la que la ficción se mezcla con el recuerdo, y lo íntimo se vuelve político al revelar cómo una familia acomodada decidió apartar a su propio hijo, y de paso a la descendencia que podía recordarlo.
El contexto de la epidemia del sida en España atraviesa toda la película sin necesidad de situarla en un registro didáctico. La enfermedad aparece ligada al consumo de heroína, al estigma social y al rechazo de unos abuelos que todavía prefieren fingir que nada ocurrió. Simón coloca a su protagonista frente a esa negación heredada, construyendo escenas donde los gestos dicen más que las palabras: la abuela que rehúsa mirarla a los ojos, el abuelo que extiende un sobre con dinero para acallar sus preguntas, los tíos que suavizan los recuerdos para no ensuciar la fachada familiar. Cada interacción contiene una tensión latente entre lo dicho y lo callado.
La mirada de Marina funciona como espejo de esa incomodidad. Recién llegada a la adultez, se convierte en testigo de un linaje que intenta borrarla al mismo tiempo que la reconoce como inevitable. La cámara de Hélène Louvart acentúa esa sensación con una textura granulada, como de recuerdo impreciso, que envuelve a los personajes en una bruma de incertidumbre. El vestuario, en particular un vestido rojo confeccionado a partir de una camisa de su padre, refuerza el vínculo entre generaciones y la insistencia de Marina en reclamar una pertenencia que otros discuten.
En el plano narrativo, la película combina escenas de encuentros familiares con pasajes en los que el tiempo se pliega. El recurso de los diarios de la madre, leídos en voz en off, da pie a una dimensión fantasmal en la que los padres reaparecen encarnados por los mismos actores que interpretan a Marina y a su primo Nuno. Este desdoblamiento introduce un elemento casi onírico, donde lo imaginado adquiere tanta presencia como lo vivido. Así, la protagonista no solo indaga en papeles y testimonios, sino que reconstruye una historia sentimental y trágica que había quedado silenciada.
La secuencia del club nocturno, acompañada por la música de Siniestro Total, constituye un punto de inflexión. La celebración punk se convierte en un ritual colectivo donde los muertos parecen regresar para desafiar la desaparición. La puesta en escena abandona entonces la contención para abrazar una energía caótica que subvierte la solemnidad con la que suelen abordarse estas memorias. Es un momento en que la película libera a sus personajes del peso del duelo y los sitúa en un territorio de afirmación vital, aunque sea ilusorio.
‘Romería’ se construye sobre contrastes: la frialdad de los abuelos frente a la calidez de los primos; la opacidad de las versiones familiares frente a la claridad del diario materno; la rigidez burocrática de un certificado de defunción frente a la fluidez de la imaginación. Esa oscilación entre lo administrativo y lo íntimo, entre lo tangible y lo espectral, sostiene el interés de un relato que avanza a un ritmo deliberadamente irregular, como si quisiera reflejar la manera en que se desentrañan las historias familiares: a trompicones, con revelaciones inesperadas y silencios elocuentes.
La interpretación de Llúcia Garcia merece atención particular. En su primer papel relevante, transmite la mezcla de timidez y firmeza que define a Marina. Sus silencios, las miradas que se contienen antes de estallar, la manera en que escucha a los demás sin otorgarles todo el crédito, construyen un personaje que observa tanto como actúa. Alrededor de ella, figuras como el tío Iago (Alberto Gracia) o el primo Nuno (Mitch) funcionan como contrapuntos: uno desde la franqueza dolorosa, otro desde una complicidad casi fraternal. Esa red de vínculos, marcada por tensiones y afinidades, es el verdadero corazón de la película.
Carla Simón demuestra una vez más interés por los espacios de transición: la infancia convertida en adolescencia, la memoria transformada en relato, la vida familiar convertida en herencia problemática. ‘Romería’ se sitúa en 2004, en un país que todavía cargaba con los restos de una crisis sanitaria y social que dejó huellas en miles de familias. Esa elección temporal permite entender mejor la persistencia del estigma y cómo las generaciones posteriores se ven obligadas a lidiar con él. En ese sentido, la película no se limita a un ejercicio autobiográfico, sino que conecta con una experiencia compartida por quienes crecieron en medio de silencios impuestos.
El desenlace gira en torno a la modificación del certificado de defunción del padre, un gesto aparentemente administrativo que encierra la reivindicación de Marina como heredera de una historia incómoda. Esa victoria parcial, conseguida frente a la resistencia de sus abuelos, simboliza la capacidad de apropiarse del pasado aunque haya sido negado. La película concluye así en un punto intermedio entre la reparación y la imposibilidad de borrar las heridas, dejando la impresión de que lo importante no es cerrar del todo la herida, sino habitarla.
‘Romería’ se percibe como una obra que cuestiona el modo en que las familias construyen su memoria y deciden qué episodios preservar y cuáles enterrar. La película evita tanto la idealización como la condena total, y en su lugar propone un retrato áspero, lleno de matices, donde el amor y el rencor conviven sin jerarquías claras. Esa ambigüedad la convierte en un ejercicio valioso, capaz de señalar que la verdad familiar rara vez es única, y que cada generación debe encontrar la manera de relacionarse con sus muertos, aunque estos se resistan a ser recordados.