Una infancia encajada entre teclas y metrónomos. El reloj nunca se detiene cuando la educación se convierte en entrenamiento, cuando la infancia se transforma en régimen. ‘Prodigiosas’ respira dentro de ese espacio asfixiante donde la excelencia parece un deber transmitido, una herencia irrenunciable que erosiona cualquier margen de decisión. No se presenta una batalla entre el arte y la enfermedad, sino una pugna más densa: la de resistir la dirección impuesta sin extraviarse del todo en ella.
Frédéric y Valentin Potier, padre e hijo, se adentran en este relato con una cámara que a menudo busca el pulso más tenso antes que la emoción contenida. La historia, basada en la vida real de las hermanas Pleynet, se enmarca dentro de una construcción de familia donde la entrega y la instrumentalización se cruzan sin aviso. Un padre, antiguo deportista frustrado, decide moldear a sus hijas gemelas como intérpretes excepcionales. La música no es un vehículo de expresión, sino el pasaje a una validación ajena.
Las protagonistas, Claire y Jeanne Vallois, comparten genética, partitura y un destino tallado por el deseo ajeno. Camille Razat y Mélanie Robert encarnan sus papeles sin alardes, con una contención que contrasta con los escenarios dramáticos que las envuelven. En lugar de proyectar rivalidad inmediata, sostienen una tensión que se filtra por las grietas del silencio: una admiración envenenada por la competitividad que las separa más allá de su voluntad.
El film avanza entre dos pulsos: el de una pedagogía que anula para construir y el de unos cuerpos que empiezan a ceder. La enfermedad genética que afecta sus manos no entra como un giro dramático, sino como una extensión natural de la presión acumulada. Es en esos momentos cuando la puesta en escena encuentra su espacio más honesto: cuando la resistencia se expresa en gestos mínimos, en decisiones truncadas, en renuncias obligadas.
Aun así, ‘Prodigiosas’ se desliza, en ocasiones, hacia una escenografía ampulosa que resta densidad a su núcleo. La estética refuerza lo ya sobreentendido, multiplicando ralentíes, encuadres ornamentales y gestos subrayados. Esta tendencia afecta sobre todo a los personajes adultos: un padre trazado en clave de símbolo, una madre apenas esbozada. Las figuras de autoridad se sienten al borde de la caricatura, reducidas a funciones dramáticas más que a entidades complejas.
Klaus Lenhardt, el profesor severo interpretado con precisión por August Wittgenstein, aparece como un catalizador del conflicto interno de las gemelas, más que como una amenaza externa. Su personaje acentúa la idea de que incluso el talento, en ese entorno, se mide más por su utilidad disciplinaria que por su capacidad de conmover.
La estructura de la película oscila entre el biopic funcional y el melodrama estilizado. A medida que se suceden los actos, la tensión entre ambas hermanas se vuelve más abstracta, más interna. Claire busca alejarse, explorar una autonomía emocional y física, mientras Jeanne permanece anclada a la imagen de la hija cumplidora. Sin embargo, no hay una ruptura clara entre ambas, sino una deriva progresiva que las aleja sin escisión visible.
La fuerza del film reside, entonces, en su manera de hablar del cuerpo como territorio de exigencia. La enfermedad de las protagonistas no se presenta como un obstáculo ajeno, sino como una extensión física de la presión sostenida durante años. En este sentido, la música deja de ser arte para convertirse en disciplina, y el piano, más que un compañero, en adversario.
Frédéric y Valentin Potier buscan encajar demasiadas capas dentro de una narración lineal. Hay una intención evidente de subrayar la sororidad, el conflicto generacional y la renuncia, pero el guion, al desplegar todas sus líneas sin sutura, diluye algunos matices. La sobreactuación emocional en ciertos momentos contrasta con la contención de sus actrices protagonistas, cuya química funciona mejor cuando las escenas permiten el silencio.
‘Prodigiosas’ es, sobre todo, un retrato del desgaste: del cuerpo, del vínculo y del deseo heredado. En ese retrato hay aciertos evidentes, impulsados por la energía que atraviesa a sus actrices. Pero también hay desviaciones formales que empujan al relato hacia una cierta solemnidad innecesaria. El mayor hallazgo de los Potier reside en mostrar cómo dos personas, tan simétricas como opuestas, pueden intentar sostener una relación en un entorno que las necesita divididas para funcionar.