En ‘No soy un monstruo: Los crímenes de Lois Riess’, Erin Lee Carr nos conduce a una introspección que va más allá del relato habitual de un asesinato. La docuserie nos enfrenta a las grietas en el tejido de la cotidianidad, donde la figura de una abuela amable puede esconder un trasfondo de violencia y desolación. La historia de Lois Riess trasciende el mero suceso criminal para situarse en un espacio en el que se interrogan las complejidades del ser humano, las máscaras que asumimos y los abismos que podemos ocultar. Carr propone un viaje que, sin ofrecer respuestas fáciles, siembra dudas sobre la percepción de la culpabilidad y la naturaleza humana.
La serie, dividida en dos episodios, parte de un pequeño pueblo de Minnesota, Blooming Prairie, donde una comunidad queda conmocionada ante la noticia de que Lois Riess ha matado a su esposo David. Sin embargo, la narrativa no se limita a los hechos, sino que explora las justificaciones de Riess desde la celda de la prisión, donde se encuentra purgando su condena. Las entrevistas realizadas a la propia Riess sugieren que, a su juicio, la violencia fue un acto de supervivencia, consecuencia de una relación marcada por el abuso y la desesperación. Esta dualidad entre la imagen de una mujer que buscaba huir de una vida opresiva y la fría determinación de sus actos posteriores forma el núcleo ambiguo de la docuserie.
La obra se sumerge en el pasado de Riess, revelando la convivencia de problemas económicos y una adicción al juego que la lleva a utilizar fondos de manera inapropiada. Al mismo tiempo, se pone de relieve la herencia de inestabilidad emocional presente en su entorno familiar. Pero este enfoque no pretende justificar sus acciones, sino cuestionar hasta qué punto las circunstancias condicionan la deriva hacia la tragedia. La dirección de Carr sugiere que, a veces, lo más perturbador no es el acto en sí, sino la aparente normalidad que lo envuelve.
En contraste con la inicial explicación de Riess sobre el homicidio de su esposo, el segundo asesinato en Florida, el de Pamela Hutchinson, introduce un nuevo giro a la trama. La docuserie expone cómo, tras matar a Hutchinson, Riess intentó adoptar la identidad de su víctima, sumando un nuevo nivel de frialdad a su historial. Esta fase del relato abre un dilema que impregna toda la obra: ¿podemos aceptar el argumento de una persona que alega un estado de alienación mental, cuando sus acciones posteriores sugieren una planificación meticulosa? Carr no impone una respuesta, sino que deja que la audiencia reflexione sobre el contraste entre la narrativa de Riess y los hechos.
El enfoque de Carr también se enriquece con la incorporación de entrevistas a familiares, amigos y agentes de la ley que interactuaron con Riess antes de su captura. Las voces de quienes la conocieron se entrelazan con las imágenes de una mujer que, aún desde la prisión, trata de proyectar una imagen de vulnerabilidad y justificación. Sin embargo, la docuserie no pierde de vista las contradicciones de su relato, lo que contribuye a la sensación de que la verdad es una pieza inasible.
La dirección de Carr destaca por su habilidad para mantener la tensión narrativa sin recurrir al morbo fácil, explorando las sombras y los silencios que caracterizan la figura de Riess. La serie evita convertirla en un simple monstruo o en una víctima trágica, y esa ambigüedad constituye uno de sus mayores logros. En este sentido, la obra se convierte en una reflexión sobre cómo el sufrimiento y el resentimiento pueden gestar decisiones irreparables, al tiempo que subraya la imposibilidad de comprender plenamente el porqué de esas elecciones.
A lo largo de la docuserie, los espectadores son testigos de un intento constante de Riess por explicar sus actos bajo la sombra de una mente fragmentada por el trauma y la desesperación. Sin embargo, el enfoque directo de Carr se revela cuando confronta a Riess con la realidad de los hechos y la gravedad de las decisiones tomadas. Lois Riess, en última instancia, no logra escapar del peso de sus propias contradicciones, y eso es lo que la convierte en un personaje tan perturbador.
En la conclusión de ‘No soy un monstruo: Los crímenes de Lois Riess’, el espectador se enfrenta a la inquietante posibilidad de que ciertas preguntas nunca encuentren una respuesta clara. La dualidad entre víctima y victimaria no se resuelve, sino que se amplía en una reflexión sobre los límites de la empatía y la complejidad de las motivaciones humanas. La docuserie, a través de una perspectiva sobria y analítica, nos invita a pensar en las múltiples capas que constituyen la identidad de una persona y en cómo el contexto puede desdibujar las fronteras entre lo comprensible y lo inaceptable.
