Cine y series

No hay amor perdido

Erwan Le Duc

2024



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El paso del tiempo deja huellas imborrables en aquellos que quedan atrás, y 'No hay amor perdido', dirigida por Erwan Le Duc, navega por los sinuosos caminos de la memoria y el amor incondicional. La película ofrece una meditación sobre las emociones que permanecen ocultas bajo la superficie, pero que laten con fuerza, como el eco de una despedida nunca pronunciada. Esta historia de una relación padre-hija fracturada sugiere una mirada íntima sobre la permanencia del pasado en el presente, en un mundo donde los vacíos no son siempre llenados.

Erwan Le Duc ha creado un universo visualmente poético donde Étienne (Nahuel Pérez Biscayart) y Rosa (Céleste Brunnquell) orbitan entre la contención emocional y los destellos de ternura. La película comienza con una secuencia en la que Valérie, la madre ausente, desaparece de sus vidas con la misma velocidad con la que entró en ellas. Sin un adiós ni explicación, la ausencia se convierte en el motor invisible que impulsa la vida de los protagonistas.

El relato se centra en un momento de cambio crucial: Rosa, a punto de ingresar en la universidad, se enfrenta al desafío de forjar una vida lejos del nido familiar. Étienne, mientras tanto, lidia con un pasado que creía enterrado cuando cree ver a Valérie en un programa de televisión desde Portugal. Le Duc explora esta ruptura como una danza entre el dolor y la esperanza, una relación oscilante entre la dependencia y la autonomía.

Las interpretaciones son el pilar de la película. Pérez Biscayart dota a Étienne de una vulnerabilidad sincera, su cuerpo casi marioneta refleja la inquietud del abandono. A su vez, Brunnquell capta la mezcla de fortaleza y delicadeza en Rosa, una adolescente que lleva consigo la herencia de una madre ausente sin dejar que esta defina su identidad. La química entre ambos actores es magnética, marcada por silencios que hablan más que cualquier diálogo.

La puesta en escena de Le Duc es un juego de contrastes. La paleta de colores pastel y la banda sonora, compuesta por Julie Roué, reflejan un mundo que oscila entre la ligereza del día a día y las sombras de los recuerdos. Los momentos más memorables, sin embargo, son aquellos donde el director deja que las emociones se desplieguen sin artificios, como cuando Rosa observa a su padre luchar por aceptar su independencia.

En su desarrollo, la película despliega una serie de episodios que combinan el drama con toques cómicos casi absurdos. Escenas como la pelea en el campo de fútbol o el salto desde la ventana de un joven pretendiente de Rosa, ofrecen un respiro al tono melancólico general, recordándonos que la vida es una mezcla de lo inesperado y lo inevitable. Sin embargo, bajo esta aparente ligereza, Le Duc nunca pierde de vista el tema central: la dificultad de soltar a aquellos a quienes amamos.

El abandono de Valérie es una presencia constante. Sin convertirse en el foco del relato, su ausencia es una figura omnipresente que define la vida de Étienne y Rosa. La obsesión de Étienne por encontrarla no es simplemente el deseo de resolver el pasado, sino una búsqueda de sentido para una vida marcada por el sacrificio. La sutileza con la que la película aborda esta búsqueda evita caer en el melodrama, manteniendo siempre un equilibrio delicado entre el deseo y la aceptación.

Por otro lado, los personajes secundarios, como Hélène (Maud Wyler), la nueva pareja de Étienne, y Youssef (Mohammed Louridi), el novio de Rosa, son piezas claves en la narrativa. Sus presencias aportan matices a la relación central, ofreciendo perspectivas externas que enriquecen el relato sin distraer del núcleo emocional.

El viaje final de los protagonistas hacia Portugal se convierte en una metáfora visual del proceso de soltar, una última oportunidad para enfrentarse al pasado antes de abrazar el futuro. Le Duc permite que este clímax se desarrolle de manera orgánica, sin prisas ni atajos, permitiendo al espectador sumergirse en las emociones de Étienne y Rosa.

'No hay amor perdido' es un testimonio del poder transformador del amor paternal. Aunque marcado por heridas no cerradas y despedidas prematuras, Le Duc muestra que las conexiones más profundas trascienden la ausencia. La película deja una huella duradera, como un recordatorio de que incluso en las pérdidas más dolorosas hay espacio para la redención y el renacimiento.

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