El corazón no es solo un órgano: es un archivo de cicatrices. En ‘Miocardio’, José Manuel Carrasco convierte ese músculo en un mapa de coordenadas emocionales donde el pasado se repliega y desdobla, como un papel arrugado que nunca termina de desgastarse. La película no habla de latidos, sino de esos espasmos que surgen cuando dos fantasmas se miran a los ojos y deciden, por enésima vez, reprocharse lo que pudo ser.
La madurez, aquí, no es sinónimo de sabiduría, sino de resistencia. Pablo (Vito Sanz), un escritor en standby vital, recibe la visita de Ana (Marina Salas), una expareja que irrumpe en su presente como un huracán de risas estridentes y verdades incómodas. Su encuentro no es casual: es un experimento narrativo que Carrasco repite, con variaciones mínimas, para exponer cómo los personajes se atoran en sus propias narrativas. El piso donde transcurre la acción —luminoso pero con goteras— funciona como una metáfora de sus vidas: estructuras aparentemente sólidas que esconden grietas por donde se filtra la frustración.
La fuerza de ‘Miocardio’ reside en su capacidad para desnudar la mecánica del desamor. Los diálogos, cargados de ironía y resentimiento, no buscan reconciliaciones fáciles, sino exponer la fragilidad de quienes creen tener el control. Sanz encarna a un hombre derrotado por su propia incapacidad para evolucionar, cuyos gestos —una mirada perdida, un hombro encorvado— delatan más que sus palabras. Salas, por su parte, despliega una energía caótica que oscila entre la ternura y la crueldad, recordando que el amor, cuando se pudre, puede convertirse en un arma.
Carrasco emplea la repetición como un espejo que multiplica las perspectivas. Cada versión del reencuentro entre Pablo y Ana revela capas nuevas: un reproche omitido, una caricia inesperada, un silencio que corta el aire. Este mecanismo, inspirado en bucles temporales, subraya la complejidad de las relaciones humanas, donde un mismo instante puede contener infinitas interpretaciones. La narrativa se sostiene en la precisión de sus actores, capaces de transmitir matices imperceptibles en cada iteración, como si cada repetición fuera un intento de pulir una verdad esquiva.
Lo más interesante de ‘Miocardio’ es su enfoque sobre la creación artística como refugio y trampa. Luis Callejo, en un papel secundario pero crucial, interpreta a un novelista que manipula su propia historia para convertir el dolor en literatura. Sus intervenciones —breves pero incisivas— cuestionan hasta qué punto los personajes son dueños de sus destinos o meros títeres de un guionista caprichoso. Esta capa metaficcional añade profundidad sin caer en lo pretencioso, subrayando que las segundas oportunidades, en el arte y en la vida, suelen ser meras ilusiones de control.
La película encuentra su pulso en la contención. La banda sonora, discreta pero efectiva, acompaña sin interferir, mientras la fotografía captura la intimidad de los espacios cerrados, donde cada objeto —un sofá desgastado, una ventana empañada— parece cargado de memoria. ‘Miocardio’ no resuelve sus conflictos, pero tampoco lo pretende: su mérito radica en mostrar cómo las heridas del ayer siguen latiendo, incluso cuando creemos haberlas enterrado. Al final, lo que perdura no es el dolor, sino la extraña belleza de saber que algunas cicatrices nunca dejan de contarnos quiénes fuimos.
