Una cocina sin relojes, cortinas pesadas que filtran la luz, y un teléfono que suena con la cadencia de la espera. ‘Mi postre favorito’, dirigida por Maryam Moghadam y Behtash Sanaeeha, se adentra en los alrededores de Teherán desde el interior de un apartamento que guarda más historia que objetos. Allí habita Mahin, una mujer de edad avanzada que ha aprendido a vivir sin testigos. Su figura, lejos de la debilidad, encierra una energía contenida que el film administra con suma precisión.
Mahin vive sola. Su jubilación como enfermera marca el punto desde el cual la rutina comienza a consolidarse como única estructura. La ciudad no irrumpe en su casa, pero está presente en cada decisión. Hay una vigilancia difusa que impide que ciertos impulsos lleguen a concretarse. La vida íntima se convierte en un campo restringido, donde incluso los recuerdos requieren cautela. Las salidas al mercado, las conversaciones con antiguas amigas, las miradas en la calle, todo parece atravesado por un filtro que impide la naturalidad.
El relato no presenta cambios bruscos. Prefiere seguir los movimientos de Mahin con una calma vigilada. Ella se mueve entre espacios domésticos con una eficiencia aprendida, pero a medida que la historia avanza, comienza a insinuarse algo distinto. No se trata de un giro, sino de una leve alteración. Mahin toma decisiones pequeñas que desajustan el equilibrio: llama a un antiguo conocido, se permite una cita, comparte una bebida que parecía fuera del menú cotidiano. Esos actos, lejos de lo transgresor, adquieren una carga inesperada en un contexto donde el deseo ha quedado encapsulado por décadas.
La película se desarrolla en Irán, donde el entorno no necesita mostrarse de forma explícita para condicionar lo narrado. Las restricciones sociales se manifiestan a través de los modos de hablar, de vestir, de moverse. No hacen falta carteles, ni leyes visibles. La censura funciona desde la forma misma en que los personajes se relacionan con su entorno. La dirección de Moghadam evita el subrayado. Los planos se mantienen largos, con una cámara que rara vez se agita. El tiempo narrativo se alarga no por necesidad, sino por elección. Cada escena queda suspendida lo suficiente como para que el espectador detecte aquello que falta.
El personaje masculino que entra en la vida de Mahin lo hace sin dramatismo. Un antiguo piloto, viudo también, que acepta la invitación a tomar un pastel. Sus gestos no buscan seducción. Su presencia marca una pausa en la inercia, no una promesa. Entre ambos se establece un tipo de intimidad ajena al lenguaje. Se perciben, se reconocen, pero no se aferran a ningún relato. Esa contención es el rasgo principal de sus encuentros: una forma de estar sin necesidad de proyectarse.
La película no fuerza la empatía. La directora opta por mantener al espectador en un estado de observación distante. La cercanía emocional no se impone. Se construye, si acaso, por acumulación de detalles: un vestido recuperado del armario, una canción reproducida a bajo volumen, una comida preparada sin invitados. Mahin no busca conmover. Su recorrido se define por la persistencia más que por el cambio. Esa continuidad es lo que el relato convierte en campo de tensión.
Los espacios domésticos están filmados como si fueran compartimentos estancos. Cada habitación delimita un estado. El salón, la cocina, el baño, todos conservan un orden preciso. Pero cuando Mahin recibe a su invitado, ese orden empieza a abrir fisuras. La mesa se llena, la música suena, los vasos se vacían. En ese gesto cotidiano, Moghadam encuentra un espacio de ambigüedad: el placer como posibilidad tenue, amenazada por la vigilancia exterior e interior.
La represión no aparece como fuerza física, sino como marco mental. Mahin vigila sus actos incluso cuando nadie la observa. La sociedad está presente incluso en su ausencia. Por eso cada gesto cuenta. Y por eso también la narración avanza sin necesidad de quiebres. Lo que cambia es la percepción. La protagonista atraviesa una noche diferente, pero esa alteración no tiene consecuencias visibles. Todo regresa a su forma original, aunque algo haya perdido su lugar exacto.
‘Mi postre favorito’ construye su fuerza desde la insistencia. No hay elevaciones, ni caídas. La película no grita. Murmura. Y ese murmullo, lejos de diluirse, permanece. Maryam Moghadam consigue así una obra que observa sin intervenir, que muestra sin decorar, que deja que los personajes habiten su mundo con una dignidad que no necesita ser celebrada.