Las ciudades se erigen sobre un intercambio continuo de valores invisibles. Entre el cemento y los anuncios luminosos se negocia algo más que bienes: se ponen a prueba las ilusiones y se mide el alcance del deseo. En esa lógica de balances aparece ‘Materialistas’, un retrato de cómo el amor contemporáneo se pliega a la contabilidad de un mundo donde cada gesto se convierte en transacción. Celine Song, con mirada firme, coloca a sus personajes en la encrucijada entre la intimidad y el capital, como si las pasiones tuvieran que rendir cuentas ante una auditoría permanente.
El filme no se abre con artificios espectaculares, sino con la constatación de que incluso en los vínculos más íntimos late la huella de un cálculo. Lucy, interpretada con precisión por Dakota Johnson, ha hecho de ese cálculo su profesión: es una casamentera que analiza candidatos como si fueran activos de un portafolio. Edad, altura, ingresos, estudios, todo se convierte en cifra, en dato negociable. Lo que para otros es incertidumbre, para ella se convierte en ecuación. Pero Song introduce una grieta: incluso la aritmética más exacta tropieza cuando se trata de sentimientos.
La directora encuadra este universo en tonos luminosos, espejos y superficies brillantes, como si el artificio del lujo cubriera algo que amenaza con resquebrajarse. El trabajo de cámara enfatiza esa duplicidad: un mismo rostro bajo una luz cálida se transforma en otro cuando el escenario cambia a un coche desvencijado o a un restaurante donde la precariedad queda al descubierto. La fotografía de Shabier Kirchner acentúa las transiciones entre fachada y realidad, construyendo un contraste constante que nunca abandona a los personajes.
Lucy encarna esa tensión con mayor fuerza. Su voz medida, sus gestos calculados y su presencia elegante transmiten control, pero lo que se insinúa es una fragilidad que intenta sostenerse con contratos tácitos y alianzas ventajosas. Dakota Johnson la interpreta con un equilibrio exacto: la seguridad de quien domina su oficio y el temblor de alguien que intuye que esa seguridad es reversible.
En el centro de la narración se ubica un triángulo marcado por la asimetría. Harry, interpretado por Pedro Pascal, encarna el ideal de lo que cualquier cliente codiciaría: riqueza, encanto y un aire de confiabilidad sin grietas aparentes. Su personaje funciona como una figura casi arquetípica, un “unicornio” dentro del mercado sentimental que Lucy gestiona. Frente a él, John, el exnovio al que da vida Chris Evans, representa la opción que el cálculo había descartado: precariedad, discusiones por dinero, proyectos inconclusos. La reaparición de John, sin embargo, devuelve a Lucy una parte de sí misma que había quedado reprimida, obligándola a replantear el fundamento de sus decisiones.
Song evita la ligereza habitual de la comedia romántica y coloca la trama en un territorio más severo. Incluso las escenas que podrían celebrarse como fantasías románticas —un baile, una velada en un apartamento de lujo— están filmadas con un rigor que las aleja del ensueño. El montaje se inclina hacia la observación atenta de los rostros, subrayando silencios, interrupciones y gestos que delatan incomodidad. Así, lo que parecía una historia de elecciones sentimentales se revela como una indagación sobre cómo se construye la escala de valores personales.
El guion se apoya en diálogos afilados, donde términos financieros se mezclan con confesiones íntimas. “Intangible assets”, “buenas inversiones”, “valor de mercado”: las palabras con las que Lucy y Harry se relacionan evocan más una reunión de negocios que una conversación afectiva. Song consigue que esas expresiones resuenen con ironía y, al mismo tiempo, con crudeza. Porque tras ellas se percibe una convicción real: la idea de que incluso los vínculos se someten a la lógica del rendimiento.
La aparición de un suceso traumático en la vida de una clienta marca el giro decisivo de la película. Esa fractura no se presenta como mero recurso narrativo, sino como detonante de un cuestionamiento ético. Lucy, hasta entonces segura de sus métodos, debe enfrentarse a la posibilidad de que su oficio contribuya a perpetuar daños. La película gana densidad en ese punto, porque el relato abandona la superficie brillante para mostrar las consecuencias de tratar a las personas como mercancías.
El trabajo actoral sostiene gran parte de la fuerza del filme. Johnson modula la distancia emocional de Lucy sin convertirla en caricatura. Pascal despliega un encanto calculado que en su exceso genera sospecha. Evans, en cambio, encarna la vulnerabilidad desde la sobriedad, evitando la autocompasión y construyendo un personaje con aristas. La interacción entre los tres produce un movimiento pendular que mantiene la tensión hasta el desenlace.
El final, aunque previsible en su resolución, se sostiene gracias a cómo Song prepara el camino. Más allá de la elección entre dos hombres, lo que se pone en juego es la redefinición del propio deseo. La protagonista, al atravesar los espejismos del lujo y las carencias del pasado, queda situada en un territorio donde las categorías de ganancia y pérdida resultan insuficientes. El cierre no se concibe como epifanía redentora, sino como un gesto que deja al espectador con la incómoda certeza de que el afecto y el cálculo nunca se separan del todo.
En términos formales, ‘Materialistas’ confirma la capacidad de Song para articular una mirada que combina rigor estético y observación social. El uso de la luz como elemento narrativo, la economía de los movimientos de cámara y el ritmo pausado de los diálogos construyen un lenguaje coherente. Frente a la tendencia actual de saturar la pantalla con estímulos, la película opta por un tempo controlado, donde cada plano sostiene el peso de la historia sin buscar atajos.
En última instancia, ‘Materialistas’ se plantea como una reflexión sobre el coste emocional de una época en la que todo parece evaluarse en términos de retorno. Celine Song consigue que ese diagnóstico se encarne en personajes reconocibles, con contradicciones que los hacen verosímiles. El espectador sale de la sala con la sensación de haber asistido a un retrato de nuestro presente más inmediato, disfrazado bajo los códigos de un triángulo amoroso pero en realidad dirigido a exponer la aritmética que atraviesa la vida afectiva.