Ni la euforia compartida en un sótano repleto de luces estroboscópicas, ni la familiaridad de una canción mal cantada en grupo, ni siquiera la nostalgia provocada por un perfume que ya nadie usa alcanzan a reparar los vacíos de una pertenencia que se desmoronó hace tiempo. En ese lugar ambiguo, entre lo que se recuerda con cariño y lo que incomoda por no haber sanado, habita ‘Mariliendre’. Más que una serie, funciona como una evocación disonante, una mezcla de duelo y playback, una carta rota que alguien intenta releer bajo una luz demasiado blanca.
Los primeros compases de esta ficción firmada por Javier Ferreiro proponen una relectura de lo que se entendía como figura auxiliar en los relatos sobre la noche gay madrileña. Lejos de tratarse de una simple inversión del foco, la serie indaga en la erosión de los vínculos que sostuvieron durante años a una comunidad autogestionada entre la precariedad emocional, los códigos compartidos y el escapismo como refugio. Todo esto envuelto en una puesta en escena que mezcla con decisión la fricción del recuerdo con el peso de las palabras que nunca se dijeron.
La figura de Meri Román, interpretada por Blanca Martínez, articula este recorrido incierto. Desde el primer episodio, la ficción construye una distancia: su voz no es la que canta, su historia no termina de encajar en el presente. Esa escisión entre cuerpo e identidad sonora no solo responde a una necesidad técnica del musical, sino que funciona como alegoría de una existencia escindida. Meri habita un cuerpo que ya no baila con los otros, que no encuentra eco, que repite pasos sin saber si hay alguien mirando. Su regreso al antiguo entorno, tras la muerte de un padre del que apenas conocía una parte, activa una cadena de desplazamientos donde el espectador acompaña, pero no consuela.
La narración se bifurca entre dos temporalidades que se atraviesan sin ruido pero con consecuencias. Los espacios de fiesta y los vínculos que parecían inquebrantables se nos muestran como materia frágil. La serie retrata, sin alarde, cómo los rituales compartidos pueden convertirse en territorio hostil cuando ya no se reconoce el lenguaje común. La noche, lejos de ser un espacio de libertad sin matices, se presenta como un escenario donde los afectos también se agotan. Las discotecas mencionadas no son solo decorado. Son archivo, son contexto, son territorios de batalla.
El elenco coral que acompaña a Meri se mueve entre la caricatura contenida y el destello de humanidad breve. Algunos personajes encuentran en el poco tiempo en pantalla un momento de lucidez que basta para darles espesor. Otros, en cambio, se deslizan sin mucha resistencia hacia una repetición de gestos ya conocidos. La selección musical con reversiones de hits populares amplifica tanto los momentos festivos como los más desoladores, aunque en ocasiones el recurso deja de sumar a la narración y termina por reiterarse. Aun así, ciertos números musicales encuentran una vibración particular cuando encajan con el punto de quiebre emocional del episodio, como si el artificio musical fuera la única manera de decir lo indecible.
El duelo personal que activa la serie, la pérdida del padre y la revelación de su vida oculta, funciona como eje estructural y también como metáfora. No se trata solo de reconstruir la imagen de un hombre que vivió en los márgenes de sí mismo, sino de cuestionar qué se espera de los vínculos familiares cuando los afectos han sido mediatizados por el silencio. La madre, encarnada por Nina, encierra en sus gestos una rigidez casi ritual, como si todo en su casa tuviera que conservar una apariencia que el mundo ya no necesita. Es en esa tensión entre lo que se muestra y lo que se calla donde la serie encuentra uno de sus aciertos.
La dirección de Ferreiro opta por una puesta en escena sin florituras innecesarias. La serie avanza sin demasiadas curvas, pero con una línea clara en su discurso visual. Lo importante no está en el despliegue, sino en la tensión que emana de los pequeños gestos. El trabajo con la luz, en especial en las escenas de transición temporal, y la utilización de los espacios urbanos como cápsulas de memoria aportan un sentido preciso a cada desplazamiento de la protagonista. A medida que la historia avanza, los saltos temporales se refinan y el peso de los años acumulados se siente en las miradas más que en las palabras.
‘Mariliendre’ no pretende la redención ni el regreso triunfal. Se mueve con cautela entre las ruinas de una identidad colectiva que ya no se puede replicar con exactitud. Sus protagonistas no buscan recuperar lo perdido, sino entender qué parte de sí mismos quedó suspendida en esa etapa. Hay en la propuesta un intento de recuperar una voz que siempre estuvo fuera de foco, pero sin convertirla en heroína ni víctima. Meri no busca aplausos, tampoco perdón. Lo que quiere es reconocerse en los restos de su historia.
La serie encuentra una tensión interesante en esa mezcla de comedia emocional y retrato generacional. Sus aciertos no vienen de la contundencia, sino de la sugerencia. En cómo un gesto, una canción o una frase fuera de lugar activan zonas de conflicto donde la fiesta se convierte en disfraz. Ferreiro acierta al no cargar de solemnidad un relato que se sostiene sobre los restos de una época. La nostalgia, lejos de ser un recurso estético, actúa como un sedimento que pesa sobre cada reencuentro.
En ‘Mariliendre’, la música es un canal de desplazamiento y también de reconocimiento. Funciona como código entre quienes compartieron un universo que ya no está, pero que persiste en las canciones mal entonadas en una cocina a las tres de la mañana. La serie se construye como un viaje que evita idealizar el pasado y tampoco lo condena. Su apuesta radica en mostrar que los vínculos, cuando se desgastan, se transforman en ecos que vibran en habitaciones vacías y en listas de reproducción que nadie actualiza.
