Los árboles secos, cuando resisten de pie, no cuentan sus derrotas. Su figura, aunque yerma, apunta siempre hacia arriba. Así arranca ‘Los Tortuga’, y no con un discurso, sino con la obstinación muda de lo que permanece pese al abandono. La película de Belén Funes se abre paso entre campos de olivos que no florecen por igual y calles barcelonesas donde se hace difícil enraizar. En ese vaivén entre el sur rural y la urbe colapsada se despliega una historia tejida con hilos ásperos: el duelo sin ceremonia, la maternidad expuesta sin filtro, la vivienda como asedio, la memoria como estorbo y ancla.
Este segundo largometraje de Funes, coescrito con Marçal Cebrián, se articula como una cartografía silenciosa de vínculos femeninos. No hay nada heroico en sus protagonistas. Tampoco hay redención. En cambio, lo que persiste es una marcha incesante, arrastrando los restos del afecto y la obligación. Delia, madre migrante de origen chileno, y su hija Anabel, estudiante recién admitida en la universidad, habitan un mismo hogar sin habitar el mismo espacio emocional. Entre ambas se ha instalado un aire espeso, no por lo que se dice, sino por todo aquello que nunca se nombra.
Lo que podría haber derivado en un drama subrayado, encuentra su forma en una puesta en escena sobria, sin concesiones. Funes no impone símbolos; permite que las paredes desconchadas hablen por sí solas. La cámara apenas se inmiscuye, acompaña. Es en esa cercanía discreta donde la película encuentra su fuerza: una resistencia sin alarde, una forma de convivir con el dolor sin intelectualizarlo ni embellecerlo.
Antonia Zegers interpreta a Delia con un rigor que elude cualquier espectacularidad. Conduce su taxi en la noche como quien se atrinchera, siempre en alerta. Su cuerpo tenso, sus palabras cortadas, encarnan a la perfección a una mujer que ha sustituido el duelo por el servicio, que ocupa su tiempo evitando lo insoportable. Frente a ella, Elvira Lara, debutante absoluta, encarna a Anabel con una mezcla de fragilidad y determinación, sin impostura. En ella se dibuja una nueva forma de exilio: el de quien intenta estudiar cine mientras la amenaza del desahucio hace tambalear cualquier posibilidad de futuro.
‘Los Tortuga’ nunca se detiene a explicar su contexto. Permite que la precariedad emerja sola: en las videollamadas entre continentes, en los recibos impagados, en las discusiones sobre herencias que dividen en lugar de unir. No se trata de mostrar un catálogo de dramas sociales, sino de encarnarlos. En este sentido, la elección de situar parte de la narración en Jaén no responde a una voluntad exótica, sino a una reivindicación concreta: recuperar un territorio abandonado no solo por las políticas, sino por las imágenes.
El simbolismo del olivo muerto, presente en uno de los gestos finales, resume con claridad la tensión central de la película: la necesidad de soltar lo que ya no da fruto. Pero incluso ese momento de resolución se presenta sin grandilocuencia. No hay música que acompañe ni discurso que lo sostenga. Solo el acto en sí, seco, necesario. Esta sobriedad también estructura el guion, en el que las elipsis funcionan como verdaderas herramientas narrativas: lo importante nunca se muestra, solo se adivina entre la densidad del silencio.
En lugar de buscar una explicación emocional, ‘Los Tortuga’ observa. El duelo se presenta como una suma de actos prácticos: volver al trabajo, preparar una comida, firmar un papel. Pero entre esos gestos se filtran retazos de ternura, de apego, de un amor que no se proclama. Una escena, casi inadvertida, muestra a Delia calentando la cena de su hija tras una jornada extenuante. No intercambian palabras. Esa acción mínima, sin subrayado, condensa la película entera.
La estructura narrativa respeta la dispersión vital de sus personajes. No hay progresión lineal hacia una solución. Las situaciones se encadenan, sí, pero sin voluntad de cierre. Delia y Anabel se cruzan, se repelen, se observan de reojo. Cada una reacciona como puede, condicionada por un legado que nunca eligió. Y ese es otro de los grandes aciertos de la propuesta: evitar que la herencia se convierta en épica. Aquí lo heredado no es más que un conjunto de obligaciones, recuerdos opacos y propiedades que pesan más de lo que valen.
El entorno barcelonés donde se desarrolla buena parte de la trama no se presenta como postal urbana, sino como extensión del agobio. Calles estrechas, portales desgastados, pisos en sombra. La ciudad no ofrece refugio, solo demanda. En paralelo, el paisaje andaluz no se idealiza. Ni uno ni otro se configuran como lugares de resolución. Solo son escenarios de tránsito, superficies sobre las que se escribe una historia de resistencia sin épica.
Al evitar la exposición emocional y las resoluciones fáciles, Funes fuerza al espectador a atender lo pequeño. Cada gesto, cada plano sostenido, se convierte en un signo. La película demanda una atención activa, casi cómplice. No hay promesas de alivio. El final no aligera la carga. Solo muestra que cargarla también puede ser una forma de seguir. Así, ‘Los Tortuga’ se afirma como una obra que no busca impacto, sino insistencia. Su valor reside justo en esa elección: no tocar el grito, sino registrar el murmullo. La historia no se impone, se filtra. Y en ese filtrado, deja huella.
