La catástrofe más temida no cae del cielo; se gesta en la cocina. Entre una taza de café tibio, una camisa de algodón bien planchada y un gesto perdido de preocupación, los edificios tiemblan. Mientras la ciencia fabula con cifras y los satélites apuntan al abismo, en un ático vestido de décadas pasadas, un embarazo inesperado interrumpe la estabilidad de una familia que alguna vez creyó en la lógica. En ‘Los 4 Fantásticos: Primeros pasos’, el peligro se pronuncia con voz grave, sí, pero también se cuece a fuego lento en la convivencia diaria, esa donde el verdadero poder no se manifiesta en rayos cósmicos, sino en la resistencia silenciosa al miedo.
Ubicada en una variante de Nueva York que jamás existió del todo, encapsulada entre lo que los anuncios vendían como futuro y lo que la Historia llamó década prodigiosa, la cinta de Matt Shakman se despliega como un artefacto de diseño que late con ritmos antiguos. Las lámparas, los electrodomésticos y los trajes parecen respirar la ingenuidad del optimismo tecnológico. No hay metrópolis distópica ni ciudades derruidas: la amenaza galáctica llega a una urbe donde aún se lee el periódico con bata de seda y donde los héroes tienen nombre de pila, pero visten como muñecos de escaparate.
La cinta escoge arrancar en ese estado de familiaridad precocinada. El cuarteto ya ha salvado el mundo más de una vez. Ya son figuras públicas, ídolos televisivos, objetos de consumo para una audiencia que parece más interesada en su peinado que en sus hazañas. De ese modo, el relato no desperdicia tiempo en lo evidente. El accidente espacial, las mutaciones genéticas, la conversión del cuerpo en herramienta: todo eso ya ocurrió. Lo que importa es el después. Y ese después se instala justo en el umbral del nacimiento de un hijo.
Reed Richards, interpretado con pulcritud por Pedro Pascal, reduce la emoción a ecuaciones y tablas. Sue Storm, revestida por la precisión glacial de Vanessa Kirby, sostiene el equilibrio doméstico con la firmeza de quien intuye que la ciencia nunca ha sabido cuidar de lo íntimo. Johnny, un Joseph Quinn al borde de la caricatura, quema más por fuera que por dentro. Ben Grimm, encarnado por Ebon Moss-Bachrach entre algoritmos de piedra, carga con el peso de la renuncia amorosa y la torpeza del cuerpo inadecuado. Son una célula, sí, pero fragmentada por la contradicción de la costumbre.
La aparición de Shalla-Bal (Julia Garner), figura cromada que surca los cielos como si llevara siglos haciéndolo, impone una pausa. No por su discurso, que apenas se aparta de lo funcional, sino por el eco que provoca. Llega para anunciar el hambre de Galactus, una figura tan enorme que el propio concepto de amenaza queda corto. Y sin embargo, la película decide desviar el foco. Porque el terror verdadero no se materializa en el cielo rasgado por una entidad devoradora, sino en la cláusula íntima que plantea: entregar al hijo por la salvación colectiva.
Ese dilema, planteado sin énfasis y resuelto con cierta torpeza argumental, tiñe el relato con una capa de ambigüedad moral que el guion apenas consigue manejar con consistencia. Hay secuencias que avanzan sin dirección, diálogos que repiten ideas sin profundidad, decisiones que se deshacen con el primer giro de guion. Pero también hay momentos donde la imagen —más que el texto— captura una clase de tristeza particular: esa que sólo surge cuando lo cotidiano es alterado por lo inmenso.
El mayor logro de Shakman reside en esa inclinación por dejar respirar el artificio. En otras palabras: la película cree en su estética. No teme al color, a la simetría escenográfica, a los muebles con ruedas ni a los robots domésticos que cocinan con precisión mecánica. Todo luce deliberadamente artificial, pero no como un chiste, sino como una declaración. Este universo, si se le puede llamar así, está contenido, casi encapsulado, como si se negara a avanzar más allá de cierto umbral estético. Y quizá ahí radique su lógica interna.
Aun así, la película no evita caer en ciertos lugares comunes del universo al que pertenece. El espectáculo digital, aunque controlado, sigue marcando el ritmo final. Las secuencias de acción cumplen con su cuota de explosión y vértigo, pero carecen de una gramática propia. Son pasajes que interrumpen el tono para recordarnos que el cine de superhéroes aún responde a un esquema de producción, por más que el envoltorio prometa lo contrario.
El reparto, sin embargo, sostiene la estructura con dignidad. Kirby articula el conflicto de Sue con matices discretos, en especial en una escena que la muestra dando a luz en gravedad cero, donde el silencio pesa más que cualquier partitura. Moss-Bachrach logra que la rigidez mineral de Ben se disuelva en una ternura apenas esbozada. Pascal no se aparta de la rigidez funcional que le impone su rol, pero entrega momentos de contención efectiva. Quinn se mueve en registros previsibles, aunque su química con Garner aporta breves chispazos de rareza.
‘Los 4 Fantásticos: Primeros pasos’ funciona, por tanto, como un ensayo contenido sobre el agotamiento del gesto heroico. No por cinismo, sino por desgaste. El guion no persigue epifanías ni grandes revelaciones. Más bien, se obstina en retratar cómo un equipo se sostiene cuando el tiempo, la rutina y la fragilidad emocional han hecho mella en sus cimientos. Al final, los edificios vuelven a erguirse, las amenazas se disuelven y la ciudad retoma su curso, pero algo ha cambiado. Quizá lo que ha cambiado sea esa certeza antigua de que los salvadores del mundo también tienen que lavar los platos.
