Los objetos más frágiles cargan, a veces, la tensión más poderosa. Una novela de hojas finas, una taza de té sobre una alfombra gastada, una melena suelta en una sala cerrada: estos detalles cotidianos, cuando se insertan en contextos rigurosos, se convierten en gestos transformadores. ‘Leer ‘Lolita’ en Teherán’ se ubica justo ahí, en ese cruce íntimo donde lo aparentemente inocuo toma una dimensión política, sin levantar la voz, sin romper la armonía de lo doméstico.
En 1979, Azar Nafisi vuelve a su país con una idea fértil: compartir lo aprendido, sembrar literatura, vivir entre los suyos. Las calles de Teherán aún conservan ecos de una esperanza reciente. Sin embargo, la atmósfera comienza a tensarse. Las normas se infiltran en lo privado, la vigilancia gana terreno y los libros que antes se enseñaban ahora circulan con sigilo. En esa transformación, Riklis encuentra su territorio narrativo. La revolución cultural que retrata el film no estalla, sino que se acumula en gestos mínimos.
El enfoque del director se instala en lo concreto. Rehuye la grandilocuencia del heroísmo explícito y centra su mirada en el pulso cotidiano de una mujer que enseña desde el salón de su casa. Allí, siete estudiantes leen, se despojan del velo y se permiten formular ideas propias. El aula clandestina aparece como un oasis de pensamiento, no por la pureza del entorno, sino por la convicción que mantiene unido a ese grupo de lectoras.
Golshifteh Farahani compone una Azar densa y matizada. Habita su personaje sin estridencias. La profesora encuentra en la enseñanza un modo de sostenerse. En sus clases, las palabras circulan con libertad, los libros generan reflexión y las alumnas se descubren a través de las páginas. Una de las escenas más sugerentes sucede cuando recuerda a su abuela, profundamente creyente, que elegía cubrirse como forma de fe, no por mandato ni presión. En esa frase late una reivindicación silenciosa, una afirmación de identidad más allá de los símbolos.
La estructura del filme, dividida en capítulos que toman como título las obras discutidas en clase, ordena el relato con coherencia simbólica. Cada fragmento profundiza en una lectura colectiva: Lolita, El gran Gatsby, Madame Bovary, y otras más. Estas elecciones literarias abren caminos de sentido que enriquecen la conexión entre texto y vida. A través de los personajes femeninos de esas novelas, las alumnas dialogan consigo mismas, no como ejercicio de espejo, sino como invitación al descubrimiento.
La asociación entre Humbert Humbert y los mecanismos de control en el entorno social iraní surge de forma directa, aunque también habilita capas más complejas. Más allá de las interpretaciones evidentes, el filme permite entender cómo la lectura puede generar pensamiento autónomo, incluso en condiciones restrictivas. La pedagogía de Azar no se basa en transmitir certezas, sino en facilitar preguntas. Esa dinámica, basada en la horizontalidad, refuerza el sentido comunitario de sus clases.
Los personajes secundarios enriquecen el retrato coral sin dispersar el foco. Sanaz, interpretada por Zar Amir Ebrahimi, expresa con el cuerpo el desgaste de una vida vigilada. La secuencia donde acude al médico destila dolor contenido, sin caer en el dramatismo gráfico. La puesta en escena prioriza el respeto, deja espacio para que la emoción emerja sin presionar.
El hogar de Azar no se idealiza como refugio perfecto, pero aparece como el único entorno donde las estudiantes logran desplegarse. No todo es seguridad ni comodidad, aunque ese espacio acoge las individualidades con delicadeza. La presencia del mundo exterior se cuela con cada relato, con cada herida. Las reuniones semanales funcionan como trinchera sutil, como lugar donde el pensamiento se transforma en vínculo.
Hélène Louvart firma una dirección de fotografía sin artificio. La luz atraviesa los interiores con naturalidad, sin buscar artificios estéticos. Los planos se detienen en los objetos, en los frutos, en las telas, en los rostros que se iluminan cuando una frase conmueve. La atmósfera no es solemne, sino cercana. Se respira la intimidad de una escena sin necesidad de subrayados.
La película convive con sus límites sin desestabilizarse. Algunas decisiones narrativas, como los saltos temporales, aportan dinamismo aunque generan cierta disonancia visual, dado que el paso de los años se percibe de forma tenue. Aun así, el relato se sostiene gracias al vínculo humano que se construye entre las protagonistas y a la constancia con la que mantienen el deseo de pensar desde dentro.
Eran Riklis dirige con firmeza una historia que rehúye el enfrentamiento directo. La fuerza de la película reside en cómo traza una línea que va de lo cotidiano a lo político sin necesidad de gestos grandilocuentes. No hay juicio simplista sobre el contexto iraní ni caricaturas fáciles. Las diferencias ideológicas aparecen tratadas con respeto, como en el caso de Bahri, el estudiante revolucionario que mantiene una relación compleja y significativa con la protagonista.
La escena del juicio simulado a El gran Gatsby resume el tono general del filme. Azar no impone una lectura única. Prefiere abrir el espacio al disenso, fomentar el debate, permitir que incluso quienes sostienen posturas conservadoras puedan formularlas sin ser reducidos a estereotipos. Esa capacidad para mantener el vínculo incluso en el desacuerdo ofrece una mirada sobre el aula como espacio democrático.
En la historia de estas mujeres hay dolor, pero también afirmación. En su lectura de Madame Bovary, por ejemplo, las estudiantes no se detienen en la crítica moral del personaje, sino que exploran su deseo de belleza y de vida más allá del encierro. Emma no es modelo ni advertencia. Es detonante de conversación, presencia ficcional que activa emociones propias.
El cuerpo también tiene un rol esencial en el filme. El uso del velo, el maquillaje borrado, los gestos contenidos que se desatan en la privacidad: todo articula un lenguaje que desafía la norma sin necesidad de confrontación directa. Cada vez que las mujeres se permiten bailar o reír dentro de la casa, ese instante se carga de sentido. No se trata de evasión, sino de restitución.
En lugar de conclusiones rotundas, ‘Leer ‘Lolita’ en Teherán’ ofrece una secuencia de momentos sostenidos por la perseverancia. Las protagonistas no esperan redención externa. Optan por generar espacios donde el pensamiento se mantenga vivo. El viaje final de Azar, su decisión de partir, no borra lo construido. Más bien lo proyecta hacia otras geografías, como si la palabra compartida en su casa pudiera sobrevivir al exilio.
Cada semana, ese grupo de mujeres convierte la lectura en acto. A través de páginas marcadas, recuperan partes de sí mismas. Y aunque la ciudad insista en someterlas al silencio, su conversación persiste.
