La historia no es solo una sucesión de fechas y batallas. Es, sobre todo, la materia de la memoria, el espejo donde las sociedades contemporáneas buscan respuestas a su presente. En 'La última reina', Karim Aïnouz regresa al pasado para rastrear el eco de una mujer atrapada en un juego de poder que la trasciende. La figura de Zafira emerge no solo como un símbolo de resistencia, sino como el reflejo de una época donde la política y la violencia definían el destino de los individuos.
El filme construye un relato donde la intriga palaciega se convierte en una herramienta narrativa para explorar la fragilidad del dominio. Aïnouz, con su mirada pausada, escarba en los matices de sus personajes sin caer en estereotipos ni en simplificaciones. La cámara observa a Zafira con una cercanía que revela su complejidad: no es una heroína impoluta ni una víctima pasiva, sino una mujer que navega entre la astucia y la supervivencia en un mundo que no le concede tregua.
Desde el punto de vista visual, la película despliega una estética que privilegia la opulencia sin caer en la ostentación gratuita. Los espacios, cargados de texturas y sombras, refuerzan la sensación de un universo al borde del colapso, donde las alianzas son efímeras y la lealtad es un bien escaso. La dirección de arte y el vestuario cumplen una función narrativa precisa: cada detalle enmarca la psique de los personajes y la tensión de un relato que no permite respiros.
Los actores encarnan sus roles con precisión. El retrato de Zafira adquiere densidad gracias a una interpretación que evita gestos grandilocuentes y apuesta por la contención. Frente a ella, los personajes masculinos oscilan entre la ambición y la desesperación, atrapados en un entorno donde la traición es la norma. Esta dinámica refuerza la sensación de que la lucha de la protagonista no se limita a una cuestión de poder, sino a la preservación de su propia identidad en un contexto hostil.
A pesar de su solidez, la película no escapa a ciertas decisiones narrativas que pueden percibirse como irregulares. En algunos tramos, el ritmo se ralentiza en exceso, diluyendo la tensión acumulada. Del mismo modo, la sutileza con la que se desarrollan algunos conflictos contrasta con la brusquedad con la que se resuelven otros, generando un desequilibrio que impacta en la cohesión general del relato.
Aïnouz, sin embargo, demuestra una capacidad notable para sostener la ambigüedad moral de su historia. No hay una condena evidente ni una exaltación artificial de sus figuras principales. Lo que emerge es un retrato de poder donde las fronteras entre víctima y verdugo se desdibujan, dejando al espectador la tarea de reconstruir el sentido de cada gesto y cada mirada.
'La última reina' no busca imponer una lectura definitiva sobre su protagonista. Más bien, ofrece un espacio donde las contradicciones de la historia pueden manifestarse sin ataduras, recordando que el pasado, en su complejidad, sigue siendo un territorio en disputa.