En los márgenes de todo imperio hay una grieta que separa la ambición de la memoria. En ese espacio intermedio se desliza ‘La Trama Fenicia’, una película que no alza la voz, sino que murmura con precisión sobre el precio de las cosas cuando ya no queda nadie dispuesto a comprarlas. Con un pie en el artificio y el otro en el desarraigo, Wes Anderson no tanto narra una historia como la encapsula en una cámara de ecos, donde cada gesto remite a un pasado no resuelto y cada plano parece trazar los contornos de una elegía burocrática.
El mundo que presenta aquí no está hecho para sobrevivir, sino para perpetuarse en su propia caricatura. La riqueza, la familia, la trascendencia: todo aparece medido, clasificado y contenido en cajas —físicas y simbólicas— que delimitan el radio de acción de Zsa-zsa Korda, un magnate de aspecto impasible que lleva consigo el peso de decisiones antiguas y deudas emocionales nunca saldadas. La película, ambientada en una década donde los mapas eran aspiraciones y los túneles promesas geopolíticas, invoca el espectro de un modelo económico que ya no necesita justificación moral para funcionar.
Benicio del Toro interpreta a este personaje como si se tratara de una figura detenida en el tiempo, un hombre blindado por trajes a medida y respuestas ensayadas, que se enfrenta al abismo de su propia irrelevancia con la torpeza de quien aún cree que todo puede resolverse con una negociación. Su viaje no es tanto físico como alegórico: cruza regiones ficticias y tableros de juego geopolítico con la intención de cerrar una brecha presupuestaria, aunque lo que está realmente en juego es una fisura más íntima y antigua.
Le acompaña Leisl, su hija, interpretada por Mia Threapleton con una rigidez serena que desarma al espectador con pequeños desplazamientos emocionales. Ella no representa una oposición frontal al universo de su padre, sino algo más inquietante: un espejo que lo obliga a contemplar su propia ruina con una claridad devastadora. Su formación religiosa no aparece como contrapunto moral sino como síntoma: la vocación como refugio frente a un linaje contaminado.
El núcleo dramático se despliega con parsimonia entre secuencias que alternan la comedia absurda con insinuaciones de tragedia suspendida. El guion se construye como un conjunto de acuerdos rotos, contratos orales y escaramuzas diplomáticas, todo sostenido por un ritmo que se esfuerza en disfrazar su fatalismo con cortesía formal. Anderson repite su conocida gramática visual, pero introduce aquí una dimensión menos celebratoria: la simetría se vuelve claustrofóbica, los colores apagan su viveza, y el encuadre deja de ser lúdico para adquirir un tono casi notarial.
La presencia de figuras como Michael Cera, Richard Ayoade, Riz Ahmed y Scarlett Johansson sirve como una red de referencias cruzadas dentro de un mundo que ya no pretende ser verosímil, sino emblemático. Cada aparición se siente como un sello más en un pasaporte imaginario que no conduce a ningún destino concreto, sino a la constatación de un fracaso compartido.
En este contexto, los momentos de ruptura —una explosión aérea, un juicio onírico, un partido de baloncesto entre magnates— dejan de ser excepciones narrativas y se integran como síntomas de un sistema que ha confundido la espectacularidad con la reparación. El film se detiene en cada detalle con una reverencia que roza lo fúnebre, como si intentara documentar la decadencia con el mismo esmero con que una curaduría elabora la vitrina de una civilización extinta.
Lejos de buscar una redención luminosa, Anderson perfila un desenlace donde la cercanía entre padre e hija se vuelve una forma de tregua, un acuerdo tácito que no pretende resolver nada, solo resistir el colapso. El relato no conduce a una transformación ética ni a una disolución simbólica del poder, sino a una conclusión más incómoda: la herencia emocional como última mercancía disponible.
El resultado es una película que, aunque sumergida en sus propios laberintos estructurales y narrativos, deja entrever una crítica sorda al narcisismo del legado. ‘La Trama Fenicia’ evita tanto el drama explícito como la sátira evidente, prefiriendo situarse en ese limbo narrativo donde la farsa se convierte en melancolía y el cálculo financiero en gesto ritual.
