Los caminos que no se eligen dejan cicatrices más profundas que los pasos dados. En la geografía devastada de ‘The Last of Us’, el espacio entre un disparo y la consecuencia es más elocuente que la sangre derramada. La segunda temporada de la serie se instala en esa pausa: en el temblor previo al impacto, en la mirada que duda, en la respiración entrecortada antes de la ira. Lo que aquí se muestra no es una continuación en sentido estricto, sino una recomposición dolorosa de lo que queda cuando la venganza sustituye al miedo como motor narrativo.
Pocas veces una ficción televisiva se ha atrevido a ralentizar su núcleo con tal insistencia. Esta nueva entrega, dirigida nuevamente por Craig Mazin, se aproxima al duelo con una obstinación casi ritual, como si cada encuadre pesara más por lo que omite que por lo que exhibe. La violencia sigue ahí, pero se ha desplazado hacia el fuera de campo, hacia la tensión que se arrastra por los silencios, hacia el desgaste de los cuerpos y las emociones que se agrietan antes que romperse. El apocalipsis ya no ruge; ahora gime.
El relato se fractura. No por torpeza, sino por decisión estética: el guion fragmenta la cronología, haciendo que los eventos se recombinen desde la perspectiva de diferentes personajes, expandiendo la historia sin necesidad de ampliarla. Esto tiene consecuencias dispares. Por un lado, permite una exploración más matizada de la subjetividad, la de Ellie, en particular, se convierte en el epicentro emocional de toda la temporada; por otro, sacrifica tensión en favor de una melancolía persistente que, en ocasiones, amenaza con tornar lo sombrío en solemne.
El trabajo de Bella Ramsey como Ellie sostiene esta deriva. Su actuación se apoya en una economía expresiva que resulta más efectiva cuanto menos verbaliza. En esta entrega, Ellie ya no es la adolescente sarcástica del inicio, sino alguien que ha interiorizado el dolor hasta el punto de convertirlo en brújula. El personaje avanza por un mundo donde la moral se disuelve al contacto con la supervivencia, y lo hace sin redención posible. Ramsey evita todo gesto de heroicidad; lo suyo es una actuación contenida, casi antihéroe, donde el rostro es el campo de batalla.
En cambio, el retorno de Pedro Pascal como Joel aparece envuelto en un tono elegíaco. Su presencia se difumina a medida que avanza la temporada, como si el relato le negara protagonismo deliberadamente. Esta elección, lejos de ser gratuita, remite a una estructura de pérdida que va más allá de lo narrativo: se trata de cómo se conserva una figura ausente, de qué forma el recuerdo puede ser más disruptivo que el hecho vivido. Mazin convierte la ausencia de Joel en una sombra que lo contamina todo.
Formalmente, la serie mantiene su compromiso con una estética árida, casi de posguerra íntima. La fotografía, más apagada que nunca, subraya la degradación del entorno sin caer en lo pintoresco. La música, de Gustavo Santaolalla, regresa como un eco de la primera temporada, aunque aquí aparece en dosis más escuetas y menos enfáticas. El diseño sonoro cobra protagonismo: pasos sobre tierra húmeda, portazos lejanos, respiraciones aceleradas… pequeños elementos que componen un paisaje sensorial inquietante. La serie no necesita gritar para transmitir desasosiego; basta con que susurra.
A nivel de dirección, los episodios varían en tono y ritmo. Algunos rozan el estatismo contemplativo, mientras que otros se precipitan hacia una violencia repentina que descoloca. Es en ese desequilibrio donde la serie encuentra su singularidad. Las escenas de acción, menos frecuentes pero más secas, prescinden del efectismo: no hay coreografías elegantes ni montaje vertiginoso, solo una cámara que tiembla y un cuerpo que cae. La violencia no se celebra; se sufre.
Uno de los aciertos de esta temporada es no convertir el drama en espectáculo. La muerte no llega como clímax, sino como una consecuencia más del desgaste. Y cuando lo narrado se vuelve excesivamente simbólico, como ocurre en algunos episodios centrados en personajes secundarios, la serie corrige su rumbo sin perder del todo el control. Mazin demuestra una voluntad clara de evitar el sentimentalismo, aunque eso implique dejar al espectador en un estado de incomodidad constante.
No todo funciona. Hay momentos en los que la apuesta por la densidad emocional conduce a la repetición de ideas ya formuladas en la temporada anterior. El uso reiterado del plano fijo sobre rostros dolientes o del travelling lento sobre paisajes devastados termina por desgastar su impacto. La cadencia narrativa, deliberadamente morosa, puede derivar en una fatiga visual que no siempre se compensa con hallazgos dramáticos. La serie, en su intento por eludir el dramatismo convencional, coquetea a veces con el tedio.
La incorporación de nuevos personajes añade capas a la historia, pero también introduce ciertas digresiones que desvían el foco. Sin embargo, algunos de estos desvíos logran enriquecer el discurso general: no son meras subtramas, sino fragmentos de un mosaico que se construye desde lo disonante. La humanidad en ruinas que propone la serie no es homogénea, y es en esa cacofonía donde reside su fuerza.
‘The Last of Us’ no propone una evolución de su mundo, sino un descenso más lento en la espiral de desgaste que inauguró. La segunda temporada no ofrece consuelo, ni soluciones, ni rutas de escape. En su lugar, se instala en una zona de incertidumbre emocional donde lo vivido pesa más que lo que está por venir. Y desde ese lugar áspero, discontinuo, y a veces excesivamente encerrado en sí mismo, vuelve a formular una mirada sobre lo que queda cuando ya no queda nada.
La segunda temporada de 'The Las of Us' ya se encuentra disponible en HBO Max.