Una casa ruinosa puede convertirse en la metáfora de una vida entera. Las paredes descascaradas, la gotera que se repite con obstinación, la puerta que nunca encaja: todo habla de un presente que apenas se sostiene. En esa imagen late la promesa de una estabilidad que parece siempre fuera de alcance. Asegurar un techo equivale a atrapar un resquicio de permanencia en un mundo que solo ofrece precariedad. Esa pulsión por aferrarse a un lugar propio vertebra ‘La noche siempre llega’, un relato que observa con minuciosidad los límites de la resistencia humana ante un entorno que solo empuja hacia el abismo.
Benjamin Caron sitúa su historia en Portland, pero la ciudad no se muestra como un mero decorado: aparece como territorio alterado por la gentrificación, con calles donde la pobreza se mezcla con la violencia y con un mercado inmobiliario convertido en arma de exclusión. La película arranca con una imagen desoladora: una mujer ensangrentada frente a la casa que intenta salvar. Ese gesto inicial no conduce a la épica, sino a una especie de círculo vicioso en el que cada decisión reproduce las mismas heridas. La ficción se filtra en la realidad contemporánea de una sociedad donde la vivienda se ha transformado en un privilegio que pocos alcanzan.
El personaje de Lynette, interpretado por Vanessa Kirby, encarna esa pulsión de supervivencia. Vive con su hermano Kenny, dependiente de cuidados permanentes, y con una madre incapaz de sostener responsabilidades. Cuando parece que por fin podrá comprar la casa en la que habitan, el dinero desaparece en manos maternas, que lo dilapida en un coche nuevo. Ese acto abre un recorrido contrarreloj: reunir 25.000 dólares en apenas unas horas. La premisa de la odisea nocturna coloca al espectador en un estado de tensión que Caron mantiene mediante una estructura episódica, con encuentros sucesivos que revelan tanto la degradación del entorno como los pliegues de la protagonista.
La película se alimenta de la fisicidad de Kirby, que ofrece un retrato de mujer desgastada, irritada, siempre al borde del estallido. Su rostro funciona como campo de batalla entre la rabia y el agotamiento. Caron confía en su presencia para sostener un guion que, a ratos, acumula excesos explicativos sobre un pasado traumático. Cuando la narración se detiene a describir viejas heridas, se diluye la fuerza de las situaciones inmediatas. Sin embargo, el magnetismo de Kirby consigue que incluso las escenas más previsibles respiren veracidad.
Los encuentros que atraviesa Lynette componen un mapa de figuras marginales y relaciones truncadas. Antiguas amistades, clientes, delincuentes de poca monta, compañeros de trabajo, todos responden con indiferencia o con un interés puramente transaccional. Cada intento de recuperar el dinero se convierte en un recordatorio de las jerarquías sociales: la amiga que vive a costa de un político, el cliente que paga por sexo sin querer escuchar sus necesidades, el camello que la observa como carne de intercambio. La película exhibe esa red de poder en la que el cuerpo femenino aparece como moneda, y la necesidad económica como motor de degradación.
El guion, escrito por Sarah Conradt a partir de la novela de Willy Vlautin, apuesta por mostrar la sucesión de obstáculos como un reloj que marca cada hora de la noche. Ese recurso genera tensión, pero también cierta mecánica repetitiva que resta intensidad en los tramos intermedios. El riesgo es evidente: la odisea nocturna funciona como excusa para encadenar episodios, pero no siempre logra que cada encuentro aporte una capa nueva al personaje. Cuando el relato se apoya en la violencia explícita o en la amenaza constante, el efecto se acerca más a un catálogo de miserias que a un verdadero retrato de la precariedad.
Aun así, Caron evita los excesos más obvios de un cine complaciente con la miseria. La puesta en escena opta por una sobriedad que alterna planos cerrados sobre el rostro de Kirby con secuencias nocturnas bañadas en luces rojas, azules o amarillas, donde la ciudad se percibe como un laberinto hostil. El director de fotografía Damián García construye atmósferas opresivas que sostienen la sensación de encierro. La música de Adam Janota Bzowski refuerza ese tono lúgubre, sin estridencias, como un pulso subterráneo que acompaña la caída de la protagonista.
Uno de los aciertos más visibles se encuentra en la relación entre Lynette y su hermano Kenny. Interpretado por Zack Gottsagen, aporta una humanidad que contrasta con la frialdad del resto de personajes. Sus escenas compartidas son las únicas donde emerge cierta ternura, aunque incluso en esos momentos la amenaza de separación planea con crudeza. La película subraya así que la lucha de Lynette no es solo individual, sino atravesada por la responsabilidad hacia alguien vulnerable. Ese vínculo dota de sentido al sacrificio y evita que la trama se limite a una sucesión de delitos.
La madre, encarnada por Jennifer Jason Leigh, representa otro polo: su egoísmo y falta de compromiso revelan una fractura familiar imposible de recomponer. Su traición inicial marca el tono de un relato donde los vínculos se muestran como espacios contaminados por la irresponsabilidad. La confrontación entre madre e hija en el tramo final busca una catarsis que apenas se alcanza, más cerca del desgaste que de la redención.
El mayor problema de ‘La noche siempre llega’ surge en su desenlace. Tras casi dos horas de tensión, el cierre resulta menos contundente de lo que se anticipaba. La acumulación de desgracias termina por insensibilizar al espectador, como si la repetición de tropiezos despojara de gravedad a cada uno de ellos. El resultado transmite la sensación de que Caron se interesa más por mantener la maquinaria narrativa en marcha que por indagar en la dimensión social que late detrás.
En definitiva, ‘La noche siempre llega’ se erige como un thriller con voluntad de diagnóstico social, apoyado en la energía de Vanessa Kirby y en un retrato áspero de la ciudad como espacio de exclusión. Su irregularidad narrativa y algunos trazos gruesos en la construcción del pasado de la protagonista limitan el alcance de su propuesta, pero la crudeza de ciertas imágenes consigue que el relato se inscriba en el presente de un mundo atravesado por la desigualdad. Caron ofrece una película que observa la vulnerabilidad de quienes intentan conservar un hogar frente al peso de un sistema que solo empuja hacia la intemperie.