El polvo que flota al mediodía en una calle sin asfaltar no desaparece con el paso de los coches. Se queda en suspensión, como los recuerdos que no encuentran palabras ni consuelo. La infancia, cuando es abordada desde esa fisura, se convierte en un campo minado de símbolos, tensiones y miradas que buscan sentido sin encontrar respuesta. ‘La niña de la cabra’, de Ana Asensio, se mueve en ese territorio: un presente que aún no ha aprendido a nombrarse y que, sin embargo, ya sabe lo que significa la pérdida.
Elena, una niña de ocho años, observa el mundo sin poder intervenir en él. Rodeada de adultos que se debaten entre el desencanto, la tradición y el miedo al cambio, encuentra en Serezade, una niña gitana que camina con una cabra negra, una grieta por la que colarse hacia otra forma de entender lo que la rodea. Esa aparición, tan concreta como extraña, altera las coordenadas del relato. Ya no se trata de una niña que espera su comunión mientras lamenta la muerte de su abuela. Se trata de una visión trastocada de la realidad, construida desde una subjetividad infantil que no busca certezas, sino consuelo en lo que no encaja.
Asensio opta por una puesta en escena sin adornos, donde los símbolos emergen sin que nadie los reclame. La cabra no se explica. Está, camina, mira. Como el duelo, como el racismo doméstico, como la religiosidad decrépita que se impone sin discusión. La película rehúye el encuadre explicativo, y prefiere permanecer en una zona ambigua, donde el silencio pesa más que el diálogo. La voz en off, que aparece de forma intermitente, no aclara, sino que desorienta. Si pretende ser una guía emocional, no lo consigue. Su presencia, lejos de aportar, interrumpe la fluidez de un relato que funcionaba mejor sin necesidad de subrayar lo que ya está en pantalla.
La dirección de actores encuentra su acierto en la contención. Alessandra González y Juncal Fernández, ambas debutantes, construyen una relación creíble sin apoyarse en grandes gestos. La interpretación de González, en particular, destaca por una economía expresiva que desborda con eficacia cada escena. Hay verdad en sus silencios, en sus cambios de expresión, en la manera en que se repliega o se lanza hacia lo desconocido. Fernández, por su parte, dota a Serezade de una espontaneidad esquiva, que nunca termina de mostrarse por completo. Esa resistencia a explicarse convierte su personaje en una figura casi mitológica, sin caer en la caricatura.
El Madrid de 1988 no aparece idealizado. Se filma desde la materia: el calor visible en el aire, las verjas, los pisos humildes con toldos verdosos y ropa al sol, la paleta polvorienta de los exteriores que no necesita ser pintoresca para ser efectiva. La fotografía de David Tudela evita los contrastes llamativos y opta por una luz apagada, que encaja con la opacidad emocional del entorno. Solo desentona el uso de interiores excesivamente cálidos, donde la iluminación parece ajena al clima emocional general de la película. La música, con sus notas discretas y la inclusión de un tema pop de la época, cumple sin destacar.
La estructura narrativa no busca una progresión convencional. Asensio construye por acumulación de fragmentos: escenas que parecen quedarse a medias, planos que duran más de lo necesario, diálogos que no conducen a un clímax. Esa opción, aunque arriesgada, resulta coherente con la mirada infantil que lo articula todo. La película se alinea con el vaivén de los días que no avanzan hacia ninguna parte, pero que modifican para siempre la forma de ver el mundo. No todos los segmentos alcanzan el mismo nivel de precisión, y en algunos tramos el ritmo decae, pero incluso esas irregularidades contribuyen al retrato discontinuo y brumoso que propone.
El conflicto central, más que narrativo, cultural, se manifiesta en pequeños gestos. Una madre que frunce el ceño al ver a su hija con una niña gitana. Un cura que repite frases vacías sin percibir la tensión en el rostro de quien lo escucha. Un profesor que muestra a Goya sin advertir las consecuencias. Lo social, lo religioso, lo étnico y lo simbólico conviven sin que ninguno predomine. Asensio consigue que cada elemento respire por sí mismo, sin necesidad de imponer una tesis. No hay redención, ni castigo, ni moraleja. Solo vínculos y rupturas, vistas desde una altura donde todo parece más grande de lo que es.
La metáfora más eficaz no necesita ser verbalizada: la cabra es tanto un animal como un espejo. En ella confluyen el miedo heredado, el deseo de libertad y la amenaza que perciben los adultos en todo lo que no entienden. Elena teme a la cabra porque alguien le enseñó a temerla. Su proceso no es de superación, sino de colisión con lo que ya no encaja en el mundo que se le ofrece.
‘La niña de la cabra’ no busca entretener, ni emocionar de forma evidente. Se instala en una zona más turbia, donde el cine familiar se despoja de su envoltorio amable y se permite hablar de todo aquello que rara vez se menciona delante de los niños. Ese gesto, sin grandilocuencia, es lo que sostiene el peso de una propuesta que rehúye tanto el efectismo como la complacencia. La niñez, en este caso, no es un refugio, sino un territorio donde todo empieza a resquebrajarse.
