Entre las grietas del asfalto parisino, donde cada pedalada resuena como un eco de vidas a medio camino entre lo legal y lo invisible, surge ‘La historia de Souleymane’, una obra que no concede treguas al espectador. Boris Lojkine filma no sólo a un hombre, sino a toda una red de cuerpos empujados por las inercias de un sistema que mide el tiempo en entregas y valida la existencia con papeles que pesan más que la carne. Hay algo inquietante en contemplar este paisaje: un París que se despoja del cliché romántico para revelar su rostro de urbe mecánica, donde la fragilidad humana se mide en ciclos de aplicación y agotamiento.
Cada cruce de calle, cada vuelta de rueda, cada respiro corto antes de entrar en el siguiente portal forman parte de un engranaje donde la humanidad se estira hasta casi romperse. ‘La historia de Souleymane’ encuentra su latido no en los grandes gestos ni en los discursos, sino en el pequeño temblor que aparece cuando el protagonista, interpretado con una entrega contenida por Abou Sangare, busca mantener el equilibrio entre lo que dice ser y lo que necesita aparentar para sobrevivir. La cámara de Tristan Galand no se despega de su espalda, transformando la ciudad en un mapa de tensiones invisibles, y el montaje de Xavier Sirven imprime a cada escena la urgencia de quien siempre llega tarde, aunque lo dé todo por llegar.
Lojkine configura un retrato donde cada personaje funciona como un engranaje dentro de un aparato mayor. Barry, el que vende relatos migratorios empaquetados, Emmanuel, el que alquila identidades de reparto, y Nina Meurisse como la funcionaria que personifica la fría máquina administrativa: todos representan capas de un sistema donde la solidaridad y la explotación se entrelazan en cada transacción. Los diálogos no son intercambios inocentes, sino pactos de supervivencia. Y Souleymane, atrapado entre la lealtad a su historia real y la necesidad de vender otra más conveniente, refleja una tensión que va más allá del trámite burocrático: se trata de quién escribe la narrativa de una vida.
El trabajo actoral resulta esencial para sostener este equilibrio. Sangare aporta una corporalidad que trasciende lo interpretativo; su cuerpo es el texto donde se escriben las derrotas y los mínimos triunfos del día. La película elude cualquier idealización: no hay héroes ni villanos claros, sólo participantes en una red que se sostiene sobre un precario equilibrio de necesidades y abusos. La elección de Lojkine de trabajar con actores no profesionales refuerza esa sensación de autenticidad no impostada, sin caer en el gesto decorativo del realismo.
Formalmente, ‘La historia de Souleymane’ apuesta por un dispositivo sencillo pero eficaz: cámara al hombro, ritmo que no permite respiraciones largas, espacios reducidos y planos que buscan la fisura emocional más que la postal estética. El París de esta película es inhóspito, pero no demonizado. Es, simplemente, una máquina que sigue girando. Cada escena se articula como un eslabón de una cadena mayor, sin que el relato ofrezca distracciones ornamentales ni derivas innecesarias.
La obra también apunta al retrato de los márgenes de la economía digital, donde las plataformas transforman cuerpos en datos y los repartidores en engranajes mudos de un flujo constante. Lo inquietante aquí es cómo esa red apenas admite desviaciones: perder un bus, fallar una entrega, memorizar mal una historia, puede tener consecuencias desproporcionadas. La película no denuncia de manera explícita, pero coloca al espectador frente a un espejo incómodo, donde las dinámicas de consumo y precariedad aparecen ineludiblemente enlazadas.
Lojkine entiende que la tensión narrativa no requiere giros bruscos ni resoluciones dramáticas. La gran escena de la entrevista, donde se concentran todas las energías acumuladas, demuestra cómo una conversación formal puede ser tan electrizante como una persecución. Allí, las miradas y los silencios cargan más peso que las palabras, y la burocracia revela su rostro más humano y al mismo tiempo más inflexible.
El mérito de ‘La historia de Souleymane’ radica en su negativa a revestirse de un aire grandilocuente. La película se presenta como una observación contenida, casi austera, que no necesita inflarse con declaraciones programáticas ni respuestas redondas. En ese enfoque reside su mayor eficacia: el de construir, paso a paso, pedalada a pedalada, una visión sobre cómo se ensamblan las vidas en los intersticios del sistema, donde las opciones reales son escasas y cada decisión implica un sacrificio.
