Cine y series

La historia de Jim

Arnaud Larrieu

2024



Por -

Las laderas del Jura se encogen bajo la nieve como si el invierno cubriera no solo el paisaje, sino también las emociones que allí se gestan. No se trata de un escenario anecdótico. Se convierte en cápsula, en territorio detenido donde las decisiones no se toman sino que se disuelven, como si el presente no tuviese urgencia alguna por resolverse. En ‘La historia de Jim’, la geografía funciona como reflejo de una vida en suspensión, donde los vínculos más fundamentales se establecen sin ruido, pero también sin defensa.

Aymeric, figura central de esta narración, es alguien que no encuentra su lugar porque no busca ninguno. Deambula sin hostilidad, y ese dejarse llevar es su único modo de resistencia. Su historia, sin embargo, no le pertenece del todo: el título refiere a otro, un niño que más tarde será adulto, pero cuya existencia Aymeric acompaña como sombra amable, sin poder nunca fijar la imagen de una paternidad estable. Cada escena parece recordar que, en ciertas vidas, lo que se construye puede ser desmontado sin discusión ni conflicto.

El gesto más significativo del protagonista es no interponerse. No en su encarcelamiento juvenil, que acepta con una pasividad rayana en la incomprensión. Tampoco en su incorporación a una familia que no ha elegido, pero que lo acoge como si los vínculos pudieran improvisarse. Allí, en esa casa compartida con Florence y Jim, ejerce de figura paterna sin ambición de ocupar un lugar. Educa, acompaña, fotografía. Pero nunca disputa. Cuando el padre biológico de Jim irrumpe, trastornado y en busca de redención, Aymeric ni siquiera intenta reconfigurar su posición. Simplemente se aparta.

El film no construye esta deriva con dramatismo. Más bien, encadena escenas que, tomadas una a una, apenas sobresaltan. La ruptura con Florence no es un estallido; es una evaporación. El traslado a Canadá se menciona casi de paso. La distancia con Jim se materializa en una omisión: Aymeric no es consultado, no es informado, no es tenido en cuenta. Y es ahí donde ‘La historia de Jim’ articula su verdadero núcleo: la desposesión afectiva que no requiere violencia, tan solo silencio sostenido.

Karim Leklou interpreta a Aymeric sin buscar matices heroicos ni tragedia visible. Su rostro, más que expresar, absorbe. Resulta más próximo a una superficie fotográfica que a un personaje en conflicto: registra, pero no interviene. Esta inclinación hacia la contemplación se subraya con la afición de Aymeric por la fotografía. Sus imágenes no desarrolladas funcionan como metáfora directa de su existencia: instantes atrapados que no llegan a convertirse en memoria compartida.

El trabajo de dirección de Arnaud Larrieu se apoya en esta noción de elipsis emocional. Las transiciones temporales se integran sin alarde: décadas resumidas en gestos contenidos, con una edición que evita remarcar los saltos, como si el paso del tiempo no mereciera mayor énfasis. En consecuencia, lo que debería ser un gran giro argumental, el regreso del hijo, ya adulto, en busca de su “primer padre”, apenas altera la tonalidad constante de la película. La emoción no está ausente, pero nunca es explícita: flota, insinuada, y se niega a convertirse en clímax.

El guion, adaptado del libro de Pierric Bailly, renuncia a la construcción clásica del héroe. Aquí no hay redención, ni reconocimiento pleno. Jim, interpretado en su adultez por Andranic Manet, regresa no tanto para resolver una herida como para confirmar que hubo una figura esencial borrada de su relato. Pero incluso ese gesto de recuperación es tenue, más cercano a la constatación que al reencuentro.

El reparto secundario contribuye a mantener ese tono sin estridencias. Laetitia Dosch, como Florence, evita la caricatura del abandono; su personaje se rige por decisiones prácticas, incluso cuando dañan. Bertrand Belin, en el papel de Christophe, introduce un matiz quebrado, inestable, que justifica parcialmente el vuelco familiar. Solo Olivia, la compañera posterior de Aymeric, interpretada por Sara Giraudeau, introduce una calidez más tangible, aunque breve.

En su construcción formal, ‘La historia de Jim’ insiste en la idea de lo no dicho. La música es escasa, los paisajes no ilustran sino que enmarcan. No hay exaltación, ni montaje dirigido al golpe de efecto. Todo parece susurrado, incluso cuando lo que se narra es un desgarro. El resultado es una película que opta por una forma de narración que no interpela, sino que observa, como el propio Aymeric: desde fuera, con algo de pudor y sin exigencias.

‘La historia de Jim’ no se presenta como una meditación ni como una conclusión sobre la familia, la identidad o el amor filial. Es más bien una cartografía mínima de los afectos que no hacen ruido, de los vínculos que no necesitan validación para haber existido. Lo que queda, al final, no es una gran lección, sino la persistencia sutil de quien estuvo presente cuando nadie más quiso estar.

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