Cine y series

La gran ambición

Andrea Segre

2024



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Algunas épocas no se entienden por lo que proclaman, sino por lo que se desgasta en silencio. Lo que se esconde detrás de un discurso pausado, lo que no se nombra en la retórica de un líder, suele revelar más de una generación que cualquier archivo o documento. Hay figuras que se imponen sin recurrir al grito, y en esa tensión entre el gesto austero y la violencia soterrada del contexto, emerge el relato fílmico de ‘La gran ambición’.

La película de Andrea Segre atraviesa la figura de Enrico Berlinguer sin interés por la estatua ni por el símbolo. Lo que aparece en pantalla no es el intento de reconstrucción solemne de un personaje histórico, sino una deriva serena hacia la pérdida de sentido. En ese trayecto, el poder político se presenta más como una estructura asfixiante que como una promesa transformadora. La acción no se empuja desde la épica, sino desde la persistencia. La voluntad no se impone, se erosiona.

Berlinguer aparece como una presencia contenida, que ocupa la escena sin esfuerzo. Segre evita los gestos enfáticos para dejar espacio a una fisura: la contradicción entre el ideal político y el lenguaje institucional. El líder comunista italiano, en lugar de ser representado desde sus logros o fracasos, se sitúa como un cuerpo desgastado por la burocracia y la prudencia. Todo lo que se le ofrece al espectador pasa por la resistencia al espectáculo.

La narración transcurre con un tempo sostenido, sin grandes alardes formales, en una Italia que permanece inmóvil incluso cuando los acontecimientos amenazan con desbordarla. En ese contexto, los personajes orbitan en torno a un Berlinguer que no se explica, que no seduce, que simplemente ocupa un lugar. Los miembros del Partido, los periodistas, los adversarios y hasta los propios votantes se relacionan con él como si ya supieran que no habrá transformación, solo insistencia.

Segre se apoya en una puesta en escena sobria, en la que el espacio tiene tanta relevancia como el gesto. Oficinas frías, salas sin dinamismo, calles repetidas: la Italia de los años 70 aparece como un territorio que ha dejado de imaginarse a sí mismo. El decorado histórico no está al servicio de la nostalgia, sino de una sensación de agotamiento. Todo parece resistirse a avanzar.

La actuación principal se construye desde una contenida lucidez. No hay excesos ni imitación caricaturesca. El intérprete de Berlinguer ofrece una composición casi etnográfica, donde cada palabra pronunciada parece venir de un peso anterior. No hay brillos ni impostaciones: solo una forma de mirar que ya ha entendido demasiado. Los secundarios, mientras tanto, contribuyen al retrato coral de una estructura que sobrevive sin entusiasmo, movida más por el deber que por la convicción.

Lo que la película sugiere en su despliegue es un fracaso sin dramatismo. La gran ambición, la que da título a la obra, no remite a un objetivo alcanzado, sino a un esfuerzo sin desenlace. No se trata del relato de una derrota ni del de una victoria. Se trata más bien de un proceso de desgaste donde las decisiones se acumulan hasta vaciarse. La política, aquí, aparece como una forma de espera.

Andrea Segre evita el trazo grueso. La cámara observa sin insistir. El guion evita subrayados y los momentos de tensión se resuelven por omisión. Lo que importa no es lo que ocurre, sino cómo lo que ocurre va desplazando a los personajes de sus lugares iniciales. El peso del tiempo lo determina todo. Cada plano parece arrastrado por la inercia, como si incluso la imagen sospechara de su propio discurso.

El resultado no busca redención ni condena. ‘La gran ambición’ se articula como un movimiento que se interrumpe, como una mirada que ya no espera. En ese gesto hay más actualidad que en cualquier alegato. Porque lo que el film instala es una sensación de clausura, de proyecto detenido. El cine de Segre se vuelve incómodo no por lo que denuncia, sino por lo que deja a la vista: una política que persiste por agotamiento, un país que se repite.

En ese espacio opaco, sin fuegos de artificio ni discursos inflamados, la figura de Berlinguer queda despojada de su leyenda. No hay herejía ni glorificación. Solo queda un hombre que encarna una tensión no resuelta, que ocupa un lugar porque nadie más parece dispuesto a hacerlo. Y en ese lugar, en ese gesto de permanencia silenciosa, radica el centro de una película que no pretende conmover, sino dejar que el tiempo hable.

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