Entre los espejismos más deslumbrantes de nuestra era se encuentra la riqueza, erigida como un tótem de éxito y, a la vez, como un laberinto en el que perderse. ‘La Fiebre de los Ricos’ propone una metáfora directa: ¿y si la opulencia no solo fuera un símbolo de poder, sino también la causa de nuestra autodestrucción? Galder Gaztelu-Urrutia nos lleva a un mundo donde el dinero no es una ventaja, sino una sentencia de muerte, una premisa que, aunque sugestiva, no logra sostenerse en la complejidad narrativa que pretende.
La película se centra en Laura, una empresaria interpretada por Mary Elizabeth Winstead, cuya existencia, definida por el ascenso social y la acumulación de riqueza, se trastoca por un virus letal que afecta exclusivamente a los más ricos. Desde sus primeras escenas, el filme se esfuerza por construir un relato distópico que explora la lucha de clases, la moralidad del capitalismo y las contradicciones del privilegio. Sin embargo, lo que podría haber sido una incisiva crítica a los excesos del sistema se convierte en un cúmulo de obviedades disfrazadas de profundidad.
El planteamiento inicial, con su premisa apocalíptica, ofrece un atisbo de dinamismo. La tensión crece a medida que los ricos intentan deshacerse de sus bienes, reflejando el colapso de una sociedad atrapada en su propia lógica de acumulación. No obstante, el guion, repleto de lugares comunes y resoluciones previsibles, desinfla rápidamente cualquier atisbo de reflexión seria. La película, en lugar de incomodar, se conforma con reafirmar lo evidente, dejando al espectador con la sensación de que todo el discurso es tan superficial como los personajes que lo protagonizan.
Los actores, aunque competentes, no logran elevar un texto que los limita a caricaturas de los arquetipos que representan. Mary Elizabeth Winstead entrega una interpretación correcta, pero la evolución de su personaje, lejos de ser impactante, se siente forzada. El retrato de Laura como una figura de ambición desmedida se convierte en una acumulación de gestos que nunca alcanzan a dotarla de verdadera complejidad emocional.
Visualmente, Gaztelu-Urrutia demuestra su habilidad para construir atmósferas inquietantes, utilizando la fotografía y la música como aliados para transmitir el caos que reina en este universo. Sin embargo, estos aciertos técnicos no logran compensar la falta de coherencia y profundidad en el desarrollo de la trama. El intento de entrelazar la decadencia de la clase adinerada con una reflexión sobre la inmigración resulta torpe, rozando lo efectista y alienando al espectador del propósito central del relato.
El tercer acto, en particular, destaca como el punto más débil del filme. La decisión de llevar a los personajes a vivir experiencias que imitan las dificultades de los inmigrantes parece una maniobra calculada para impactar, pero fracasa en su ejecución al carecer de sensibilidad o verosimilitud. La película se desploma bajo el peso de su propia moralina, alejándose de cualquier autenticidad y convirtiéndose en un sermón redundante.
Pese a sus fallos, no todo es descartable. El ritmo del filme, aunque desigual, mantiene al espectador lo suficientemente comprometido como para llegar al desenlace, que ofrece un destello de interés en su aproximación final al colapso social. Sin embargo, este respiro llega demasiado tarde para redimir un proyecto que ya se siente agotado.
Gaztelu-Urrutia, conocido por su habilidad para generar imágenes impactantes y tramas inquietantes, tropieza aquí en su intento por replicar el éxito de ‘El Hoyo’. En lugar de innovar, recurre a fórmulas ya exploradas, sin aportar una perspectiva fresca o desafiante. El resultado es una obra que se siente vacía, incapaz de resonar con la intensidad que promete su premisa inicial. En un momento donde el cine tiene la capacidad de cuestionar y redefinir, esta película opta por caminar en círculos, dejando a su paso un rastro de ideas desaprovechadas.