Las casas, cuando se abandonan, no se derrumban de golpe. Ceden primero las paredes más humildes, se desploma en silencio la techumbre mientras la maleza avanza despacio, inexorable. ‘La buena letra’, la nueva película de Celia Rico Clavellino, brota desde esa misma grieta, la que separa lo visible de lo que permanece agazapado en los rincones del recuerdo colectivo. Su relato se hunde en esa España paralizada tras la guerra, un país donde el hambre, la precariedad y la obediencia no escribían titulares, sino vidas enteras. Es en ese territorio sombrío donde la directora sitúa a Ana, una mujer que atraviesa las ruinas con la cabeza gacha y las manos ocupadas, mientras su dignidad se agarra a pequeños gestos cotidianos.
‘La buena letra’ plantea un diálogo silencioso entre generaciones, donde los cuerpos más que las palabras transmiten la memoria de lo perdido. La cinta, basada en la novela de Rafael Chirbes, se despliega sin estridencias, con una cadencia que imita el pulso de quienes arrastran la vida como un fardo. Ana no clama ni denuncia, simplemente sostiene, limpia, cocina, cose, disimula, acompaña. Cada una de sus acciones, aparentemente triviales, carga una tensión subterránea que amenaza con fracturarse en cualquier instante.
Celia Rico Clavellino articula la narración como una lenta sedimentación de ausencias. La casa en la que se desarrolla gran parte de la película se convierte en una caja de resonancia donde reverberan los miedos, las humillaciones y los pactos tácitos necesarios para sobrevivir. La fotografía, mortecina y opresiva, ahonda en esa atmósfera donde hasta el aire parece pesar más de la cuenta. La luz rasga tímidamente las estancias, sugiriendo que cualquier atisbo de esperanza queda del otro lado del umbral.
El elenco, encabezado por Loreto Mauleón en un registro de contención abrumadora, encarna con precisión la batalla silente que cada personaje libra consigo mismo. Ana, entregada a su familia hasta el extremo de borrarse, representa a todas aquellas mujeres que cimentaron un país sobre su propio desgaste. Roger Casamajor, en la piel de Tomás, acompaña esa resignación con una mezcla de terquedad y derrotismo, mientras Enric Auquer compone a Antonio, figura quebrada por la derrota que opta por acomodarse en la traición antes que perecer.
El guion prescinde de grandes hitos dramáticos. Su fuerza reside en los pliegues de la rutina: una tortilla sin ingredientes, un vestido rehecho con retales, una mirada desviada en el momento justo. Incluso los acontecimientos que podrían desatar el conflicto, el regreso de Antonio y su boda con la cosmopolita Isabel interpretada por Ana Rujas, se abordan sin efectismos, como sucesos inevitables que la propia inercia del entorno había previsto.
El título de la película actúa como un eco perverso: la buena letra no como arte de embellecer la escritura, sino como máscara que oculta la verdad. Ana falsifica cartas para su suegra, mantiene viva una ilusión para proteger a quienes la rodean, aún a costa de erosionarse a sí misma. Esa capacidad de Rico Clavellino para transformar los gestos más nimios en dispositivos de significado es donde la película alcanza su mayor consistencia.
En su segundo acto, el relato corre el riesgo de sucumbir a una cierta dispersión. El retrato de la familia se ensancha, se diversifica, y la precisión quirúrgica de la primera mitad pierde algo de su filo. Las relaciones entre los personajes empiezan a gravitar hacia conflictos menos elaborados, quizá demasiado explícitos en comparación con el tejido de insinuaciones que vertebra el conjunto.
La puesta en escena, austera hasta el límite, prescinde de recursos enfáticos. Cada plano parece calibrado para que el vacío tenga el mismo peso que la acción. La directora no se permite grandes gestos emocionales, y cuando los introduce, como el baile improvisado entre Ana y Tomás al son de un bolero, lo hace con una desnudez tan extrema que alcanza una intensidad inesperada.
‘La buena letra’ articula una crítica a la herencia emocional de la posguerra sin necesidad de proclamas. Cada costura rota, cada alimento reciclado, cada gesto de sumisión oculta bajo la rutina revela la magnitud de un país que prefirió edificar su futuro sobre la amnesia colectiva. En ese sentido, el film conecta de forma incisiva con el presente, invitando a reflexionar sobre cuánto de aquel aprendizaje del silencio persiste aún, enquistado, en las relaciones contemporáneas.
El trabajo de ambientación merece una mención aparte. La dirección artística construye una casa que no solo refleja el deterioro económico, sino también el desgaste espiritual de sus habitantes. No hay rincón que no sugiera cansancio, no hay objeto que no remita a una carencia.
Con ‘La buena letra’, Celia Rico Clavellino refuerza su posición como una de las cineastas más interesantes del panorama actual. Su aproximación evita tanto la nostalgia como el miserabilismo, optando por una visión clara y sin sentimentalismos de un pasado que sigue proyectando su sombra. La película, en su aparente modestia, logra capturar una dimensión esencial de la memoria, aquella que no necesita ser enunciada para perdurar.