Cine y series

Juliette en primavera

Blandine Lenoir

2024



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Nadie regresa a un lugar sin mover algo del suelo. Lo que parecía enterrado se mezcla con lo que brota. Esa es la textura que arrastra ‘Juliette en primavera’: una vibración entre lo que late debajo y lo que se agarra a la superficie. La película de Blandine Lenoir no trabaja la emoción desde la exaltación, sino desde una tensión que apenas se permite hablar. Es un relato que respira a través de sus grietas y observa cómo se acomodan los cuerpos cuando la vida los empuja a convivir con las fracturas.

La primavera del título no apunta a ninguna renovación brillante, sino a ese momento donde la luz cambia de forma sin que nadie lo note, donde la tierra se hincha y comienza a soltar olores antiguos. Juliette vuelve al pueblo de su infancia con una maleta casi vacía y una hija a la que aún no consigue mirar sin sobresalto. El dibujo, que antes le servía de oficio, apenas le permite sostenerse en pie. En ese desplazamiento sin drama, el guion construye una narración donde cada escena funciona como pliegue de algo no dicho. El reencuentro con su familia descompone la lógica del retorno nostálgico: no hay idealización, sino roces, conversaciones inconclusas, miradas esquivas y la presencia constante de una historia que aún se acomoda.

El tratamiento visual recurre a una calidez nada impostada: la luz de interiores, el verde saturado del jardín, la madera envejecida en la cocina, las paredes que acumulan fotografías mal colgadas. La dirección de arte evita cualquier trazo artificial. El paisaje no sirve de consuelo ni de telón de fondo, sino que interfiere, se vuelve parte del conflicto. Entre comidas interrumpidas, paseos al azar y conversaciones que bordean lo esencial, la película revela su intención: examinar cómo se sostiene un vínculo cuando todo tiende a disgregarse.

Juliette, interpretada con precisión sin alarde por Izïa Higelin, se mueve con una energía contenida que apenas rompe el plano. Su fragilidad no se enuncia, se muestra en la forma en que evita el contacto físico o se distrae cuando alguien le pregunta algo íntimo. Los personajes que la rodean habitan sus propios bordes: un padre (Jean-Pierre Darroussin) que escapa hacia la ironía cada vez que la situación exige sinceridad, una hermana (Sophie Guillemin) atrapada entre el desborde cotidiano y la resignación, un joven cuidador (Salif Cissé) que observa todo con una mezcla de timidez y clarividencia. Cada uno arrastra una historia que se filtra en los gestos, no en los monólogos.

El guion, basado en la novela gráfica de Camille Jourdy, apuesta por una narrativa en espiral. No hay giros evidentes ni clímax marcados: los momentos clave aparecen envueltos en la normalidad. Una comida que se alarga más de lo previsto, una caminata bajo lluvia tenue, una conversación con una madre que ya no recuerda bien quién tiene delante. El cine de Lenoir se mantiene fiel a una poética del detalle: los silencios son herramientas narrativas, los objetos (libros, tazas, cartas, fotografías) se vuelven extensiones de la emoción. No hay trampa ni atajos sentimentales. Todo queda expuesto, incluso aquello que no se resuelve.

La película establece un tono que transita entre lo leve y lo denso sin perder equilibrio. Hay escenas que bordean la comedia doméstica, como el disfraz escolar o las tensiones en la peluquería familiar, pero siempre aparece un contrapeso que desactiva cualquier comodidad. El humor no limpia, solo convive. Es esa convivencia de tonos la que sostiene el relato. La dirección se apoya en una planificación austera, sin grandes movimientos de cámara, lo que otorga una sensación de tiempo real. Los planos se extienden más de lo habitual, permitiendo que las emociones decanten, que las palabras lleguen tarde o no lleguen.

La música de Bertrand Belin acompaña sin invadir. Algunas cuerdas y pianos apenas marcan el ritmo emocional, como si pertenecieran más al espacio sonoro del lugar que a una banda sonora convencional. En paralelo, el diseño de sonido cuida la textura: se escucha el roce de la ropa, los pasos en el suelo húmedo, los platos que chocan con suavidad. Todo colabora en construir una percepción táctil del mundo que habitan los personajes.

El desarrollo narrativo permite introducir un evento que altera por completo la lectura de las relaciones entre los personajes. La revelación no se presenta como shock, sino como algo que ya estaba allí, cubierto por la dinámica familiar. Esa elección no dramatiza lo irreparable: lo asume como parte del entramado emocional de la historia. La película opta por mostrar cómo lo silenciado determina la manera en que los afectos se organizan. No hay catarsis explícita. Lo que importa es lo que queda después.

Juliette, al final del recorrido, no encuentra un cierre, sino una forma distinta de situarse. Acepta cierta deriva, permite que la cercanía afectiva se reconfigure. No se trata de reconciliación, sino de algo más físico, más inmediato: la capacidad de compartir espacio sin agredir, de sentarse al lado de alguien sin necesidad de hablar. Esa transformación es mínima y, al mismo tiempo, definitiva. Lenoir filma ese proceso con respeto por lo impreciso, sin ofrecer una dirección exacta.

La película construye su fuerza en esa negativa a adornar lo que ya tiene peso. Confía en la posibilidad de que una escena entre dos personajes sentados en un banco, compartiendo un silencio, pueda tener la densidad justa. No intenta traducir todo lo que sugiere. Se detiene antes. Y esa elección, que en otros casos podría parecer evasiva, aquí permite que cada espectador complete con lo que trae consigo.

'Juliette en primavera' habla de una herida que no se muestra, de una presencia que incomoda y de un regreso que no busca reparar. La directora observa con atención lo que queda después de los vínculos rotos y lo que se puede hacer con eso. Una película que no busca atajos, que prefiere demorarse y mirar de cerca. Su potencia reside en lo que deja a medio pronunciar.

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