Una luz encendida en medio de una sala vacía es menos una imagen que una advertencia. Se enciende para evitar tropiezos en la oscuridad, pero también para que algo permanezca, aun cuando el resto ha sido recogido. Esa insistencia mínima, esa resistencia a la extinción, recorre ‘Ghostlight’, película escrita y co-dirigida por Kelly O’Sullivan, como una idea subterránea: cuando la rutina ha sido absorbida por la pérdida, cualquier gesto —por ajeno que parezca— puede actuar como la grieta por la que filtra el aire.
En un contexto donde la comunicación familiar parece haber quedado suspendida, el film se despliega sin exhibicionismos, desde un ritmo deliberado y contenido. Dan, un hombre corpulento y endurecido por la repetición diaria de su oficio, no necesita pronunciar su desorientación: su mirada basta. Su esposa, Sharon, apenas logra sostener lo que se desmorona. Y Daisy, la hija, se agita sin dirección entre el sarcasmo y la rabia. Ninguno de los tres dice en voz alta lo que los ha quebrado, pero el guion de O’Sullivan no lo necesita; su interés está en las fugas, no en las revelaciones.
El recurso argumental que introduce a Dan en un grupo de teatro comunitario podría, en otras manos, rozar la caricatura: un trabajador de la construcción que termina encarnando a Romeo. Pero aquí el planteamiento se sostiene por la tensión contenida de su protagonista, interpretado con sobriedad por Keith Kupferer. Su incomodidad sobre las tablas no se disfraza ni se convierte en pretexto cómico; más bien, se vuelve espejo de su desconexión con todo lo que, fuera del escenario, ya no sabe cómo habitar.
La figura de Rita, una actriz temperamental que lo arrastra al ensayo tras presenciar una escena de violencia en su entorno laboral, funciona como detonante sin convertirse en eje. O’Sullivan no cae en el sentimentalismo ni recurre a relaciones salvadoras. Su interés parece más bien estar en cómo la repetición de un texto —en este caso, ‘Romeo y Julieta’— puede actuar como un borde a partir del cual comenzar a asomarse, si no a la verdad, al menos a una forma de sostenerse.
Los paralelismos entre la obra de Shakespeare y el pasado del protagonista se exponen con una naturalidad que evita la sobrecarga simbólica. El uso que el film hace del texto clásico no apunta a subrayar coincidencias narrativas, sino a situar los cuerpos en un espacio donde el gesto adquiere otro espesor. La interpretación ya no es imitación; es distancia entre lo que se siente y lo que se puede pronunciar.
Sharon, con sus silencios prolongados, parece haber asumido una forma de duelo práctica, casi mecánica, mientras que Daisy transita con sarcasmo las grietas que se abren en casa. Su incorporación al elenco funciona menos como una reconciliación que como un modo de habitar el mismo texto, pero desde lugares distintos, sin tener que mirarse directamente.
La puesta en escena, de estética sencilla, encuentra fuerza en su economía de medios. No hay una búsqueda de espectacularidad, sino una mirada que se posa con respeto sobre cada personaje, incluso aquellos secundarios que, en su conjunto, construyen un retrato coral de marginalidad escénica. El ensayo no es ensayo de vida, sino espacio de suspensión.
El film permite que las escenas respiren, que el peso de una palabra mal dicha o de una mirada evitada tenga el tiempo necesario para hacer mella. No hay una acumulación de momentos climáticos, sino un recorrido que tiende a lo diminuto, a lo apenas insinuado. La dirección comparte ese tono, sin rigidez pero también sin complacencia: nada se resuelve, pero sí se reacomoda.
En ‘Ghostlight’, lo teatral no funciona como excusa ni como decorado. Tampoco como metáfora cerrada. Funciona como interferencia. Como si la ficción fuese capaz, en ciertos casos, de ofrecer un desvío que no lleva a la salida, pero sí al margen del encierro. Allí donde ya no es necesario decir lo que se siente para seguir estando.
O’Sullivan no propone una fábula reparadora ni un camino hacia la redención. Se limita a encender esa luz solitaria en el centro del escenario, la que permanece encendida cuando todos se han ido. No como símbolo, sino como resto. Como señal de que, a pesar de todo, algo sigue ardiendo.
