Cine y series

El último suspiro

Costa-Gavras

2024



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La forma en que una sociedad se despide dice tanto de ella como la manera en que celebra el nacimiento. En ese terreno de silencios rotos por palabras necesarias, ‘El último suspiro’ se despliega con una mirada clínica que evita lo ceremonial para observar el final como un proceso con coordenadas, voces, contradicciones. Costa-Gavras, con la serenidad de quien ha caminado mucho, introduce a sus personajes en el umbral de lo que no puede modificarse, pero sí habitarse.

La película coloca la cámara allí donde la vida se estrecha: entre habitaciones blancas, camas ajustables y miradas que aprenden a despedirse sin preámbulos. Lo que podría ser un ensayo didáctico sobre cuidados paliativos se convierte en una estructura dramática sostenida por dos figuras que no comparten una ideología, sino una incertidumbre: un médico (Kad Merad) que trabaja desde la convicción de no prolongar innecesariamente el sufrimiento, y un filósofo (Denis Podalydès) que intenta ubicar su propio cuerpo en medio de lo que ha teorizado durante años.

Lejos de presentarse como relato clínico o denuncia social, la película opta por un esquema de observación que gravita en torno al diálogo. Ahí se apoya su construcción narrativa, que alterna fragmentos de vidas terminales con discusiones que rechazan lo teórico para aferrarse a lo cotidiano. No hay búsqueda de épica ni de lágrima fácil. La muerte se retrata como una presencia habitual, no como clímax narrativo.

Costa-Gavras maneja el ritmo con exactitud quirúrgica: cada escena parece durar lo que tarda una palabra en dejar de pesar. Los flashbacks, las visitas a pacientes, las decisiones médicas y familiares no son accesorios para dramatizar el duelo, sino bifurcaciones desde donde se esbozan distintas maneras de afrontar el cierre vital. Algunos lo hacen con furia, otros con resignación. Todos, con la certeza de que el tiempo ya no es promesa.

La interpretación de Merad se aleja de registros anteriores: su médico transita la historia con una presencia que bordea lo sobrio, pero jamás lo plano. Frente a él, Podalydès convierte su cuerpo en un mapa de dudas: ese hombre que ha escrito sobre el ocaso humano sin asumir que también le tocará asumirlo. Ambos se reconocen, se incomodan y, finalmente, se legitiman.

El desfile de secundarios permite al film ampliar el alcance de su mirada. Charlotte Rampling impone su presencia como quien decide incluso el momento de desaparecer. Ángela Molina, como matriarca que transforma la agonía en ceremonia, ofrece uno de los momentos más luminosos del film. Cada intervención funciona como ramificación temática, no como ornamento. La puesta en escena nunca busca belleza: encuadra con sobriedad y deja que el texto sostenga la estructura emocional.

Resulta significativo que el film evite el juicio. Las decisiones de cada paciente no se enfrentan con moralismo ni con dramatismos judiciales. Costa-Gavras presenta esas elecciones como parte de un ecosistema donde conviven médicos, enfermeros, familias, miedos y silencios no siempre voluntarios. Al optar por una estructura que recuerda al caso clínico, el director rehúye de la convención dramática para proponer una lógica de exposición pausada, a veces reiterativa, otras profundamente funcional.

En su forma, ‘El último suspiro’ renuncia a cualquier giro narrativo. La previsibilidad no se presenta como defecto, sino como metodología: se sabe desde el principio que no habrá salvación, porque la película no se construye sobre la expectativa del desenlace, sino sobre la densidad del trayecto. Esta elección estilística convierte la película en un artefacto incómodo para quienes buscan en el cine una evasión. Aquí se trata de mirar lo que normalmente se oculta: la lenta sedimentación del adiós.

El filme tampoco aspira a representar todas las realidades posibles. Su universo, inevitablemente reducido, se centra en un entorno donde los protagonistas acceden a cuidados, compañía y tiempo. Es un enfoque selectivo que deja fuera muchas formas de morir, pero no por eso deslegitima su contenido. Al contrario: al asumir esa limitación, enfatiza lo que podría pensarse como un privilegio, o como una utopía.

‘El último suspiro’ plantea, sin levantar la voz, que morir de forma digna no es una cuestión filosófica, sino una decisión sanitaria, política y afectiva. Las palabras se convierten en herramienta y también en consuelo. No hay una tesis que lo englobe todo. Solo escenas que, al agruparse, dibujan un espectro de posibilidades. Costa-Gavras organiza el relato como si montara un mosaico, y en esa fragmentación construye su fuerza.

Con noventa y un años, el director filma desde la lucidez. No desde la nostalgia. No desde la urgencia. Su pulso no tiembla, pero su mirada acusa el paso del tiempo. La película no se despide del cine, ni se presenta como testamento. Se limita a fijar la atención en aquello que se ha convertido en tabú en una sociedad que extiende la vida sin saber cómo manejar su final.

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