Cine y series

El robo del diamante

Jesse Vile

2025



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Una bóveda sellada y una promesa incumplida. La historia reciente encuentra nuevas formas de disfrazarse de ficción sin alterar ni un solo dato, como si el mundo real hubiese adoptado los mecanismos del artificio narrativo. ‘El robo del diamante’, dirigida por Jesse Vile y presentada en Netflix, se ancla en esa frontera tenue donde los hechos sobreviven como leyenda menor. La reconstrucción audiovisual del frustrado asalto a la cúpula del milenio en el año 2000 activa no tanto el recuerdo, sino su distorsión. En ese margen, lo verídico se convierte en escenografía para otra clase de relato: uno donde el fracaso se ensaya como destino común y la memoria se vende como espectáculo.

Desde su primer plano, la serie niega cualquier tentación de épica. El tono, más cercano al comentario resignado que al análisis forense, va dejando caer cada dato con un ritmo casi musical, como si Jesse Vile hubiese encontrado en los testimonios reales de delincuentes y policías una partitura. Lo que se revela no es tanto el crimen como su estructura. Aquí, las decisiones no derivan de necesidades narrativas, sino de la torpeza humana. Hay una carencia de visión que permea el relato entero, y la cámara lo observa sin corregir ni maquillar.

El relato se apoya principalmente en la figura de Lee Wenham, uno de los ideólogos de la operación, que aparece como un sujeto contradictorio: ni carismático ni especialmente lúcido, pero sí eficaz a la hora de construir una identidad al margen del relato judicial. Su presencia no dignifica los hechos, pero sí los matiza. Habla desde la distancia, como quien recuerda un trabajo mal hecho, sin rastro de arrepentimiento o autocompasión. Vile le concede tiempo y espacio, pero nunca justificación. Lo que surge es un retrato de alguien más interesado en ser recordado que en el objeto real de su deseo: el diamante.

El montaje recurre a mecanismos habituales del documental de crimen: dramatizaciones estilizadas, cámaras en mano durante las entrevistas, ritmo sostenido por el montaje y una banda sonora que subraya sin interferir. Sin embargo, lo que podría haber resultado en una glorificación se convierte en una suerte de desmitificación progresiva. La trama, lejos de encumbrarse, se aplasta bajo su propio peso. El asalto al Millennium Dome parece más una cadena de decisiones torpes que una operación milimétrica. Y aun así, el espectáculo sigue.

Vile no se interesa por las motivaciones psicológicas profundas ni por retratar una red criminal compleja. Prefiere detenerse en lo banal, en las repeticiones de las rutas de reconocimiento, en los sobrenombres absurdos de los miembros del equipo, en la descoordinación del día señalado. La comicidad no emerge como alivio sino como evidencia: esto no fue una gran hazaña, sino una farsa que casi acaba en tragedia. Las intervenciones policiales, lideradas por una Flying Squad que actuó con recursos dignos de una película de espionaje, sirven como contrapunto funcional y no como héroes. La mirada del documental se sostiene en su distancia: ni los engrandece ni los condena.

Es en el uso de los espacios donde la serie encuentra una potencia inesperada. Las visitas actuales a los escenarios del crimen, sobre todo por parte de Wenham, introducen una reflexión implícita sobre el paso del tiempo y su desgaste. El Millennium Dome, reconvertido hoy en arena de espectáculos, ya no tiene la tensión de entonces. Y sin embargo, el vacío permanece. Hay algo en la arquitectura que parece contener la memoria de lo no logrado. La ausencia de un reconocimiento, ni una placa, ni una mención, se convierte en símbolo de un relato fallido, no por la policía, sino por el propio diseño del atraco.

El componente más inquietante del documental es la convicción que parecen compartir todos los participantes: la de que estaban protagonizando algo excepcional. Esa percepción de grandeza, ahora desmentida por los hechos, flota a lo largo de los tres episodios como una niebla. Jesse Vile la deja allí, sin juicio ni subrayado, permitiendo que sea el espectador quien descubra que lo más perturbador del relato no es su violencia, sino su frivolidad.

El último tramo de la serie, en el que los protagonistas reflexionan desde sus vidas actuales, carece de redención. No hay reconstrucción ni aprendizaje, solo la persistencia de un recuerdo deformado. Wenham, convertido en jardinero y relator de su propia derrota, parece haberse apropiado de su pasado como un bien comercial. La serie no lo celebra ni lo castiga: simplemente lo deja hablar, lo observa, lo enmarca.

‘El robo del diamante’ funciona, más que como historia criminal, como documento sobre la banalidad de una ambición sin dirección. Su propuesta no se apoya en grandes revelaciones ni en efectos de giro. Es la exposición ordenada, casi meticulosa, de un hecho improbable que, en su ejecución, no alcanzó siquiera el rango de espectacularidad. La cámara de Vile registra los ecos de lo que fue una promesa de notoriedad y hoy es apenas una anécdota con fecha.

'El robo del diamante' ya está disponible en Netflix.

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