Un país ficticio se alza sobre ruinas reales. Sobre sus acantilados, donde antes se disputaban el sustento y el trabajo, hoy se celebran ceremonias de exterminio coreografiadas con precisión militar. El juego ya no es metáfora: es industria. La sangre seca en el decorado y los aplausos invisibles resuenan como casquillos. La tercera temporada de 'El juego del calamar' hunde los dientes en esa grieta donde se asienta la falsa promesa del orden participativo, del sistema equitativo votado con miedo, con hambre, con la mano temblando entre pulsiones de supervivencia y resignación.
No hay fábula, ni relato de redención. Lo que se despliega es un sistema cerrado, blindado en su lógica de espectáculo. Cada plano atrapa la mirada con la elegancia cruel de un bisturí: cuerpos que votan por continuar el castigo, miradas que asumen la imposibilidad de huir, alianzas que se disuelven por instinto. El lenguaje visual se vuelve mecánico, repetitivo, como si la producción misma se hubiera plegado al tedio de la ejecución industrial. Lo que antes era juego, ahora es trámite.
La temporada arranca en los restos aún humeantes de la insurrección sofocada. Gi-hun, antes sujeto activo del conflicto, se vuelve espectro, mudo, figura residual que arrastra el fracaso como una segunda piel. Su presencia agujerea la pantalla, porque el peso no viene del diálogo ni del gesto, sino del vacío que lo rodea. El personaje no camina, flota. Su movimiento es el de alguien ya exiliado de la voluntad, sostenido solo por la inercia del castigo.
Hwang Dong-hyuk construye en esta entrega un universo donde la repetición no sirve como recurso narrativo, sino como confesión de agotamiento. Los juegos, revestidos de nueva escenografía, carecen de impacto. El escondite con cuchillos o la cuerda con androides colosales resultan más eficientes como concepto que como vivencia. Lo que antes se sentía como amenaza visceral ahora se consume como rutina: la violencia pierde filo cuando se vuelve agenda.
Los personajes secundarios oscilan entre la consigna y el cliché. El guion presenta a figuras como Jun-hee, Hyun-ju o Geum-ja como puntos de fuga posibles, pero la narración jamás permite que se expandan. Los gestos de sacrificio aparecen amputados, las decisiones morales se ejecutan sin pausa, como si la ética también hubiera sido mecanizada. Ninguna acción permite respirar. Todo ocurre como si estuviese prediseñado para evitar la pausa, para impedir el pensamiento.
La construcción del espacio, otrora perturbadora, cae en la exageración escenográfica. Los pasillos de colores chillones, las plataformas elevadas, los laberintos imposibles: todos esos elementos que en su primera aparición sugerían el absurdo brutal de lo lúdico pervertido, ahora funcionan como decoración fija. El horror se convierte en hábito. La saturación visual actúa como cortina. Detrás, no hay revelación, solo reiteración.
El aparato discursivo se manifiesta en la figura de los VIPs, encarnaciones torpes del poder grotesco, caricaturas que arruinan toda tensión. Sus diálogos funcionan como un eco ridículo del guion, como si la serie necesitara traducirse a sí misma en cada escena. La sátira se convierte en farsa. Cada vez que intervienen, el mundo de 'El juego del calamar' pierde gravedad.
El conflicto interno de Gi-hun, núcleo emocional de la primera entrega, ha sido sustituido por una letanía de gestos desesperados. El personaje no evoluciona: se fragmenta, se disuelve en la estructura sin posibilidad de retorno. Ni el montaje ni la dramaturgia permiten que ese proceso se perciba como transformación. Todo está sometido al ruido. Lo único que crece es el cansancio.
Hacia el final, la temporada propone un giro que se insinúa decisivo. El impacto visual existe. El gesto narrativo también. Pero la construcción ha sido tan débil, tan sumisa al automatismo del esquema, que el desenlace se percibe más como epílogo funcional que como cierre vibrante. El juego sigue. La maquinaria se activa sola. Ya no necesita jugadores: solo cuerpos disponibles para ser descartados en nombre del espectáculo.
Hwang Dong-hyuk ha creado un monstruo que se alimenta de su propio reflejo. La tercera temporada de 'El juego del calamar' lo confirma: cuando la alegoría pierde fricción, se convierte en protocolo. El entretenimiento masivo ha sido devorado por el sistema que decía criticar. Y en ese banquete final, la víctima es la mirada. El espectador ya no participa. Solo asiste.
La tercera temporada de 'El juego del calamar' ya está disponible en Netflix