Las raíces no entienden de moral. Se expanden, buscan calor, retuercen la tierra húmeda sin pedir permiso, hasta que se topan con un cuerpo que ya no late. Lo rodean como si fuera parte del entorno, sin plantearse si lo fue. Así sucede también con ciertas emociones: crecen cuando el terreno parece más estéril. La nueva serie de Miguel Sáez Carral propone un jardín en el que el amor germina en el lugar más inadecuado, entre la muerte planificada y el silencio afectivo. Pontevedra se convierte en la estufa opresiva de esta historia, donde los invernaderos esconden más secretos que flores.
Elmer, ese joven que observa sin reaccionar, es el resultado de un accidente y una educación cimentada en el control. La pérdida de su capacidad para sentir, más neurológica que metafórica, convierte sus manos en herramientas de obediencia, ejecutoras de un mandato materno que se presenta como destino. Pero ese mandato comienza a tambalearse cuando aparece Violeta. Entonces, el relato se contamina. Ya no respira como un thriller. Se bifurca en una historia que se aferra al conflicto romántico, desplazando el eje hacia un espacio más difuso, donde las decisiones pesan menos que sus motivaciones.
Sáez Carral no oculta las costuras de este jardín dramático. Las elige visibles, a veces incluso exageradas, como si el decorado teatral se impusiera al verosímil. La China Jurado, encarnada con solvencia por Cecilia Suárez, dirige la trama desde un altar doméstico, en el que cada gesto está calculado para preservar una idea de familia que solo ella parece defender. Su control sobre Elmer atraviesa lo maternal, lo religioso y lo mercantil. Es madre, es guía, es empresaria. Y en esa confluencia de roles radica su dimensión más inquietante.
El vínculo entre madre e hijo configura el núcleo más inquietante de la ficción. La relación, desbordada por la dependencia, funciona como una alegoría de la imposibilidad de cortar ciertos lazos sin que sangre. El guion aprovecha esta conexión para sostener la tensión en los primeros episodios, aunque se va diluyendo conforme la narrativa sentimental gana terreno. La serie parece buscar dos tonos que raramente se cruzan sin conflicto: el rigor del suspense y la volatilidad del melodrama.
Álvaro Rico construye su personaje desde la contención. Su mirada perdida, los gestos amortiguados, la postura rígida, son herramientas con las que el actor intenta transmitir el vacío emocional que define a Elmer. Sin embargo, esta propuesta física comienza a saturarse conforme se repite en escenas donde el conflicto exige una mayor paleta de matices. Catalina Sopelana, en cambio, enfrenta el problema contrario. Su Violeta resulta difusa. Más allá de los retazos de trauma que el guion introduce con desigual fortuna, cuesta acceder a una interioridad reconocible. El romance entre ambos, más funcional que convincente, sirve de motor para la transformación de Elmer, pero no alcanza para justificar ciertas decisiones que alteran el rumbo de la historia.
El desarrollo narrativo, apoyado en flashbacks y giros esperados, deja poco espacio a la sutileza. Las revelaciones están dosificadas con precisión matemática, como si se tratara de cumplir con una cuota de impacto por episodio. Esta estructura impone un ritmo sostenido pero mecánico, que impide que los personajes evolucionen con organicidad.
Pese a sus tropiezos, la serie encuentra momentos de extraña belleza visual. La fotografía, firmada por Rafa García, extrae de la Galicia más lluviosa una atmósfera que oscila entre lo bucólico y lo opresivo. Los viveros iluminados de forma casi onírica y las casas de pueblo envueltas en niebla refuerzan la idea de un espacio cerrado, regido por reglas propias. En este contexto, la violencia no estalla: brota. Como una semilla.
Los secundarios, como la pareja de policías interpretada por Francis Lorenzo y María Vázquez, aportan cierta ligereza a la historia, aunque quedan confinados a una subtrama que apenas roza el conflicto principal. Sus intervenciones, eficaces en lo interpretativo, carecen de peso dramático. Lo mismo puede decirse de la participación de Emma Suárez, cuya presencia despierta expectativas que el guion no termina de atender.
La construcción sonora, por su parte, juega a enfatizar con subrayados musicales escenas que habrían funcionado mejor en un tono más sobrio. El uso reiterado de canciones y melodías reconocibles interfiere en lugar de potenciar. La elección de ciertos temas parece responder más a una voluntad de apelar a lo emotivo inmediato que a una búsqueda de coherencia estilística.
‘El Jardinero’ propone una combinación de géneros que se resiente cuando el guion insiste en compatibilizar pulsiones tan divergentes. El resultado oscila entre la fábula criminal y el romance oscuro, sin abrazar del todo ninguna de las dos posibilidades. La serie se mantiene en una zona de confort estético, pero se arriesga poco en términos narrativos o morales.
La obra de Sáez Carral ofrece una visión de la obediencia, el afecto y la violencia que podría haber germinado en algo más ambicioso. A veces, la poda excesiva impide que una planta se desarrolle con libertad. Algo de eso le ocurre a ‘El Jardinero’.
'El Jardinero' ya está disponible en Netflix.