Cine y series

El idioma universal

Matthew Rankin

2025



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Los mapas se dibujan, pero también se sueñan. A veces, una ciudad puede transformarse en otra sin mover un solo edificio, sin desplazar a una persona. En ocasiones, lo que se altera no es la materia sino la percepción. En ‘El idioma universal’, Matthew Rankin no modifica Winnipeg, sino que la reimagina desde dentro, como si la ciudad hubiera inhalado durante años los poemas de Hafez y despertara ahora pronunciando versos en persa sobre la nieve. Lo que plantea no es tanto una fusión entre culturas, sino un delirio tranquilo donde el absurdo organiza los ritmos cotidianos.

La película no se presenta como un relato, sino como una especie de tejido enmarañado donde los hilos del espacio, el lenguaje y la identidad se entrecruzan con una libertad que nunca llega a ser alborotada. En lugar de ofrecer un manifiesto, lo que Rankin compone es una sucesión de imágenes que provocan extrañamiento sin forzar el misterio. Como si el gesto más íntimo, ofrecer un té, guardar un billete, llorar en una oficina, se volviera aquí ligeramente oblicuo, apenas desplazado, suficiente para que el espectador tenga que mirar dos veces.

La Winnipeg de ‘El idioma universal’ no es un lugar, sino una condición. Todo parece estar ligeramente fuera de eje: los edificios tienen tonos grises que apenas varían, los diálogos se desarrollan con una cadencia uniforme, las costumbres parecen recién inventadas por quienes las practican. Allí, una tienda vende solo pavos; una guía turística recorre zonas anodinas con fervor documental; una mujer recoge lágrimas en frascos como si almacenara estaciones perdidas. Nada se impone como broma. Todo se ofrece con una seriedad que desactiva la risa fácil y empuja hacia otra forma de comprensión: la del absurdo amable.

Los personajes no se preguntan por qué viven en esta realidad. Tampoco la combaten. La habitan con naturalidad, como si esa Winnipeg revestida de caligrafía persa hubiese existido siempre. Lo que el director plantea no es un cruce de culturas sino una hibridación involuntaria, una deriva onírica donde nadie parece haber decidido nada y, sin embargo, todos continúan. En este clima, los vínculos adquieren otro valor: son gestos de reconocimiento entre cuerpos que transitan un paisaje que se ha vuelto extraño.

En medio de todo esto, Rankin se reserva un papel. Su personaje, también llamado Matthew, regresa a su ciudad tras dejar un empleo burocrático en Montreal. Al llegar, descubre que alguien más ha ocupado su lugar en el corazón de su madre. No hay confrontación ni venganza. Solo una aceptación silenciosa de que el afecto se traslada, que los lazos pueden rehacerse bajo otros nombres. Esta escena, filmada con una quietud dolorosa, funciona como vértice emocional de la película. El pasado no regresa, y el presente no necesita justificarse.

La estructura tripartita de la obra se entrelaza con soltura. Cada trama parece discurrir en su propio cauce hasta que, de forma sutil, empieza a tocar las otras. Dos niñas tratan de rescatar un billete congelado para comprar gafas a una compañera. Un guía turístico expone con pompa ridícula las insignificancias urbanas. Una familia adopta sin aspavientos a un hijo que no les pertenece. Ninguna de estas líneas impone su protagonismo, y esa horizontalidad narrativa permite que el conjunto respire como una ciudad sin centro.

Desde el punto de vista formal, ‘El idioma universal’ apuesta por la contención visual. Los encuadres rígidos, las composiciones frontales y los escenarios minimalistas acentúan la sensación de que todo está suspendido en un tiempo indeterminado. La cámara rara vez persigue a los personajes. Los observa con distancia, como si intentara comprenderlos sin invadir su lógica. Esta elección dota a las escenas de una textura casi fotográfica, donde los gestos pequeños, una mirada, un suspiro, una pausa, adquieren relevancia dramática.

El diseño sonoro acompaña esta atmósfera con acierto. Las voces se oyen limpias, sin reverberaciones innecesarias. Los ambientes urbanos carecen de bullicio. Solo el viento y la nieve marcan el pulso exterior. Cuando suena una canción, como la versión persa de 'These Eyes' de The Guess Who, el efecto resulta casi hipnótico. No hay nostalgia, sino una especie de reconocimiento melódico que escapa al idioma y a la lógica.

Uno de los mayores logros de la película es su capacidad para sostener un tono sin convertirlo en pose. La comicidad nunca cae en lo caricaturesco. La emoción nunca se despliega como mensaje. Rankin parece confiar en que las imágenes, los personajes y los silencios bastan para componer una mirada. Y esa confianza se transmite al espectador, que deja de buscar explicaciones para simplemente asistir a un mundo donde los códigos son otros.

‘El idioma universal’ no busca parecer real. Su fuerza radica en ofrecer una coherencia interna donde lo inverosímil deviene cotidiano. El lenguaje, en esta ciudad imaginaria, no se impone desde arriba, sino que se infiltra en los gestos, en los objetos, en las formas de afecto. Es un idioma sin gramática, pero con sintaxis emocional. Una lengua que no requiere traducción porque opera en la franja ambigua donde lo absurdo roza lo necesario.

Lo que Rankin plantea no es una tesis sobre el multiculturalismo, ni una parábola política. Es más bien una propuesta de convivencia entre lo inconexo. Una especie de mapa emocional donde las fronteras ceden espacio al gesto mínimo, a la absurda persistencia de los afectos, a la risa que surge cuando todo parece detenido. Una película que prefiere el susurro al énfasis y encuentra en lo insólito una forma de ver con otros ojos.

'El Idioma Universal' llega el 25 de abril a Filmin.

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