Las telas siempre supieron. Incluso antes del corte y el bastidor, cuando aún cuelgan sin forma en el rincón de una mesa, guardan la memoria de lo que van a contener. Un luto escondido, un gozo interrumpido, la rabia callada. En ese silencio se forja también una historia más amplia: la que habla de todas aquellas que, fuera del plano, construyeron las imágenes que otros firmaron. ‘Diamanti’, dirigida por Ferzan Özpetek, se adentra justo en ese espacio. No lo retrata con solemnidad ni lo eleva a mito; lo habita, como quien regresa a una habitación donde aún flota un perfume no identificado.
El largometraje propone un doble salto temporal que enlaza presente y pasado a través de una reunión entre actrices, guiada por el propio Özpetek, quien aparece por primera vez en su filmografía. Esa apertura festiva, entre brindis y lasagna, funciona como umbral hacia otro momento histórico: Roma, 1974. Allí, en un taller de alta costura para cine, dos hermanas —Alberta y Gabriella— y un grupo de trabajadoras encaran una producción cinematográfica de época con premura y desorden. Pero no se trata de una urgencia industrial sino íntima. El film dispone sus escenas como si cada pliegue narrativo fuera una puntada que cose lo privado a lo colectivo.
Lejos de una mirada condescendiente o panfletaria, Özpetek sitúa la cámara dentro de un ámbito profundamente estructurado por jerarquías tácitas: la vestuarista premiada, el director exigente, las actrices rivales, las empleadas que resisten. En ese microcosmos se despliegan tensiones familiares, heridas personales, fragilidades económicas y una constante negociación con la autoridad. Lo artesanal emerge aquí como trinchera. Cada hilo bordado, cada ajuste de corsé, deviene en gesto político. No como declaración, sino como persistencia.
La elección de un elenco coral no responde a un simple despliegue de rostros reconocibles. Cada actriz encuentra su lugar sin invadir el plano ajeno. Lo notable es que hasta las figuras secundarias, aquellas que apenas cruzan diálogos con las protagonistas, se sienten completas, como si vinieran de otras vidas que apenas alcanzamos a intuir. El guion, coescrito junto a Elisa Casseri y Carlotta Corradi, esquiva tanto la caricatura como la sobreexplicación. Allí donde otra película empujaría una resolución, Özpetek prefiere dejar que los gestos y la textura escénica hablen por sí mismos.
La figura de Alberta, interpretada con precisión por Luisa Ranieri, encarna la dureza del oficio asumido como identidad. Su autoridad, marcada por la disciplina y un leve desprecio contenido, no resulta arbitraria: emerge del desgaste acumulado. Su hermana, Gabriella —Jasmine Trinca en un registro quebrado y sobrio— ofrece el contrapunto: marcada por la pérdida, intenta conservar un delicado equilibrio entre la vulnerabilidad y la responsabilidad. No hay redención en ese vínculo, solo una tensión sostenida, sorda, donde el pasado late como un rumor en las paredes del taller.
Ese taller, a su vez, adquiere una condición liminal. No es solo un lugar de trabajo, sino un espacio de tránsito emocional, donde las diferencias de clase, experiencia y deseo se diluyen o se exacerban según la escena. La escenografía evita cualquier nostalgia idealizada: hay elegancia, sí, pero también polvo, manchas, muebles desparejos. Ese realismo matizado permite que las emociones no se desvanezcan en el artificio.
La película no elude una estética enfática. La cámara se desplaza con movimientos coreografiados, las luces cálidas tiñen las habitaciones como si todo ocurriera bajo un atardecer eterno. La música, que alterna entre composiciones originales y canciones interpretadas por Mina y Patty Pravo, refuerza una dimensión emocional que no intenta ser contenida. Sin embargo, esta exuberancia formal nunca ahoga el conflicto. Al contrario, le proporciona una envoltura que amplifica sin distorsionar.
Uno de los aciertos de Özpetek es haber entendido que el relato sobre mujeres no se sostiene solo con buenas intenciones. Aquí hay aristas: violencia doméstica, precariedad, competitividad velada, maternidades fracturadas. Pero nada aparece desde un lugar de victimismo. Cada personaje opera desde su lógica interna, incluso en el error. Eso vuelve al conjunto más creíble y más complejo.
También se advierte una mirada crítica hacia el entorno cinematográfico en el que se inscribe la historia. A través del personaje del director de la película dentro de la película, interpretado por Stefano Accorsi, se enuncia una forma de control que tiñe de ambigüedad los vínculos laborales y afectivos. El arte, en ese marco, se vuelve una exigencia que consume. Quien dirige, incluso con sensibilidad, también impone. Quien ejecuta, incluso con amor, también obedece. En este punto, ‘Diamanti’ deja entrever un comentario ácido sobre la industria sin necesidad de declararlo.
El diseño de vestuario, firmado por Stefano Ciammitti, sobresale sin reclamar protagonismo. Su fuerza reside en cómo construye capas dramáticas desde lo textil. No se trata de indumentaria decorativa sino funcional al relato: un corsé mal cerrado, un dobladillo torcido, una capa demasiado pesada hablan de los cuerpos que las portan y de sus resistencias internas.
La dedicatoria final a Mariangela Melato, Virna Lisi y Monica Vitti no se lee como un gesto oportunista sino como una prolongación natural del discurso. Estas figuras no son solo íconos sino también nombres que pertenecen a una generación donde las actrices cargaban el doble peso de la representación y la ejemplaridad. Özpetek las convoca sin ponerlas en un altar, reconociendo que sus legados están hechos de contradicciones, no de perfección.
‘Diamanti’ no ambiciona cerrar ningún tema. Prefiere trabajar con los restos: los que deja una discusión entre actrices en un probador, los que quedan suspendidos tras una mirada entre hermanas, los que persisten cuando la música cesa y las luces bajan. Su fuerza radica en esa capacidad de sostener lo inacabado como si se tratara de una forma legítima de belleza.
En una época saturada de homenajes autoconscientes y gestos narrativos vacíos, la película de Özpetek se perfila como un ejercicio menos complaciente de lo que su envoltorio podría sugerir. No endulza los vínculos, no embellece el sufrimiento, no uniforma la feminidad. Se limita a mostrarla entre bastidores, allí donde la belleza se arruga, pero no se disuelve.