El elefante siempre ha estado ahí. Su sombra se proyecta en el centro de un hogar, pero nadie se atreve a nombrarlo, hasta que el espacio se convierte en una prisión de silencios. ¿Qué ocurre cuando lo indecible cobra forma y ocupa el aire? ‘Desmontando un elefante’, ópera prima de Aitor Echevarría, coloca a sus personajes en una jaula de cristal desde donde son observados, no para juzgarlos, sino para descifrar sus grietas. La película, con una duración de 82 minutos, ofrece una mirada contenida sobre las heridas familiares y la naturaleza de las adicciones, pero ¿es suficiente el rigor visual para cargar con tanto peso?
Emma Suárez interpreta a Marga, una arquitecta exitosa que regresa a casa tras dos meses en un centro de rehabilitación. Su reingreso al hogar —una moderna mansión que funciona como metáfora del aislamiento emocional— se convierte en un campo de batalla emocional donde la adicción al alcohol no solo ha marcado su vida, sino la de sus familiares. Su hija menor, Blanca (Natalia de Molina), asume el papel de cuidadora, mientras que su marido, Félix (Darío Grandinetti), parece resignado a una posición periférica y distante. El núcleo familiar queda atrapado en un ciclo de codependencia, secretos y pequeños gestos que hablan más que las palabras.
El planteamiento de Echevarría es ambicioso. Alude directamente a la metáfora del elefante en la habitación, una presencia que todos perciben pero de la que nadie habla. Sin embargo, la narrativa peca de cierto distanciamiento emocional que dificulta la conexión con sus personajes. Si bien las actuaciones de Suárez y De Molina son impecables, construyendo un tenso duelo interpretativo, el guion no termina de abrir espacios que permitan al espectador profundizar en sus historias. La frialdad de la puesta en escena, aunque coherente con el tono del filme, refuerza esa distancia.
La película no se limita a retratar el proceso de rehabilitación de Marga, sino que pone el foco en cómo la adicción impacta a quienes la rodean. Blanca, interpretada con sutileza por Natalia de Molina, encuentra en la danza contemporánea un refugio y un medio de expresión, en contraste con el hermetismo de su madre. Las secuencias de baile, cuidadosamente coreografiadas, añaden un respiro poético a una narrativa que, por momentos, amenaza con asfixiarse en su propia contención.
Sin embargo, no todo son aciertos. El guion, firmado por Echevarría y Pep Garrido, se apoya en una estructura que sugiere más de lo que muestra, dejando al espectador completar los vacíos con sus propias vivencias. Este enfoque, aunque efectivo en ciertos momentos, puede resultar frustrante, especialmente cuando la historia parece estancarse en rutinas repetitivas. Las escenas en las que Marga verbaliza cada uno de sus actos —un recurso terapéutico para combatir la adicción— ejemplifican esta repetición, subrayando el esfuerzo del personaje pero a costa de la fluidez narrativa.
Visualmente, ‘Desmontando un elefante’ es impecable. La experiencia de Echevarría como director de fotografía se refleja en la precisión con la que encuadra cada plano, transformando la casa familiar en un personaje más de la historia. El cristal, omnipresente, refuerza la sensación de transparencia y fragilidad, pero también de separación e incomunicación. La banda sonora, minimalista, subraya los momentos de tensión sin imponerse, permitiendo que los silencios hablen por sí mismos.
El desenlace de la película plantea una reflexión sobre la necesidad de soltar y permitir que cada miembro de la familia encuentre su propio camino. Pero este cierre, aunque coherente, llega tras un desarrollo que no siempre logra involucrar al espectador. La película se queda en un punto intermedio: valiosa por sus intenciones y sus interpretaciones, pero limitada por una narrativa que no consigue trascender del todo.
‘Desmontando un elefante’ es, en esencia, un retrato contenido y honesto de las dinámicas familiares marcadas por la adicción. Aitor Echevarría demuestra un notable control visual y una sensibilidad para abordar temas complejos, pero su ópera prima carece de la mordiente necesaria para calar en la memoria del espectador. La metáfora del elefante, aunque poderosa, no logra desbordar las paredes de cristal que la contienen. Es una propuesta que invita a mirar, pero no siempre a sentir.
