En el albor de la restitución cultural, el retorno de los tesoros de Dahomey no solo plantea interrogantes históricos, sino que nos enfrenta al inquietante eco de un despojo que trasciende lo material. ¿Qué significa devolver un fragmento del alma de un pueblo? Mati Diop, en ‘Dahomey’, convierte esta pregunta en un caleidoscopio visual y sonoro que interroga no solo a las instituciones, sino también a la esencia misma del colonialismo.
El documental abre sus puertas en la quietud casi quirúrgica de un museo parisino. Las reliquias, mudas y atrapadas en vitrinas asépticas, son preparadas para su regreso a Benín. La cámara captura manos enguantadas y espacios fríos, como si la historia misma estuviera atrapada en un limbo. Este inicio resuena con una inquietud que parece expandirse a lo largo del metraje, desvelando que el retorno de estos objetos, lejos de ser un acto definitivo, es solo el inicio de un diálogo complejo y doloroso.
Con un enfoque que evita caer en lo puramente informativo, Diop adopta un recurso narrativo audaz: la voz del rey Ghezo, encarnada en una escultura referida simplemente como "Número 26". Este monólogo, poético y desgarrador, se convierte en el eje emocional de la película. La narración, a cargo de Makenzy Orcel, mezcla tonos y géneros, logrando que la estatua sea más que un objeto; es un testigo de un pasado mutilado. A través de este recurso, Diop da forma a una reflexión profunda sobre la identidad cultural y su fragilidad frente a las fuerzas del poder.
El contraste entre Francia y Benín no podría ser más agudo. Si en París predomina la despersonalización, en África las calles estallan de vida cuando los objetos son finalmente desempacados. Sin embargo, Diop no cede a la tentación de mostrar esta escena como una celebración completa. Los aplausos de la multitud se entremezclan con la persistente sombra de la pérdida. Un estudiante beninés lo expresa con crudeza: "¿Qué representan estas 26 piezas frente a las miles que aún están lejos de casa?"
Uno de los momentos más reveladores de ‘Dahomey’ ocurre en una acalorada discusión entre estudiantes de la Universidad de Abomey-Calavi. Las opiniones son tan diversas como intensas: algunos celebran este gesto como un primer paso, mientras que otros lo tachan de insuficiente. Diop observa con precisión el conflicto entre la gratitud y el escepticismo, dejando que las voces en la sala se entrelacen como un microcosmos de la lucha postcolonial. El documental no toma partido, pero la forma en que construye esta escena invita al espectador a cuestionar sus propias posturas.
Visualmente, ‘Dahomey’ es una obra de gran sofisticación. La fotografía de Joséphine Drouin-Viallard transforma incluso los momentos más cotidianos en imágenes cargadas de significado. Cada encuadre, desde las manos que desempacan las reliquias hasta los planos amplios de las multitudes, parece tejer un puente entre el pasado y el presente. La música, a cargo de Dean Blunt y Wally Badarou, refuerza esta atmósfera al moverse entre lo etéreo y lo terrenal, encapsulando la naturaleza dual de los objetos: materiales pero espiritualmente resonantes.
El documental cierra con largas tomas de los objetos en su nueva morada, el palacio presidencial en Cotonú. Los espectadores los observan con una mezcla de reverencia y curiosidad, mientras el silencio parece cargar con siglos de preguntas no respondidas. Es aquí donde Diop demuestra su maestría al dejar que la obra respire, sin imponer respuestas ni juicios.
A pesar de su breve duración, ‘Dahomey’ logra abarcar una narrativa vasta y multidimensional. Si bien algunos podrían percibir un desequilibrio en su ritmo, es precisamente esta oscilación entre lo lírico y lo documental lo que define su carácter. Diop no se limita a documentar un evento histórico; construye un retrato inquietante y cautivador de cómo un acto de restitución puede convertirse en un espejo de nuestras contradicciones como sociedad.
En una época en la que el arte se usa tanto para perpetuar el poder como para resistirlo, ‘Dahomey’ se erige como una meditación imprescindible sobre la memoria, la pérdida y la recuperación. Es una película que, sin elevar la voz, exige ser escuchada.
