Las estaciones marcan ritmos que parecen eternos, pero basta la irrupción de un gesto ajeno para quebrar esa continuidad. El verano, con su falsa promesa de permanencia, suele disimular heridas abiertas bajo una luz engañosa. En ‘Bonjour Tristesse’, Durga Chew-Bose coloca esa máscara solar sobre un grupo de personajes que orbitan entre la costumbre y el deseo, dejando que cada roce revele la fragilidad de un entramado afectivo sostenido más por la ilusión que por la solidez. Lo que al inicio se presenta como un descanso idílico se transforma en una especie de laboratorio emocional, donde los vínculos se tensan hasta rozar lo destructivo.
La película se mueve con la cadencia de un recuerdo que se rehúsa a quedar fijo, como si cada escena fuese un fragmento arrancado de un álbum privado, recompuesto a través de la memoria interesada de Cécile, la adolescente que observa, calcula y finalmente interviene en la dinámica que le rodea. Esta perspectiva confiere al relato un aire de distancia íntima: lo que vemos no siempre coincide con lo que ocurrió, sino con lo que ella prefiere conservar. El cine de Chew-Bose captura ese vaivén entre la imagen nítida y la percepción torcida, dejando claro que la mirada nunca es inocente.
Cécile, interpretada por Lily McInerny, habita el verano junto a su padre Raymond (Claes Bang) y la joven amante de este, Elsa (Naïlia Harzoune). El trío parece haber alcanzado una complicidad cómoda, donde cada cual conoce su rol. El padre ejerce un afecto permisivo, casi cómplice; la hija disfruta de una libertad que bordea lo imprudente; y Elsa ocupa un espacio intermedio, afectuoso pero provisional. En esta burbuja de ocio se incrusta la figura de Anne (Chloë Sevigny), diseñadora de moda y vieja amiga de la familia. Su llegada no solo altera el reparto de atenciones, también introduce un orden distinto, más exigente y menos complaciente.
La tensión entre Cécile y Anne se sostiene en un doble movimiento. Por un lado, la adolescente encuentra en ella un modelo que despierta admiración; por otro, la percibe como amenaza a la relación privilegiada que mantiene con su padre. Sevigny compone un personaje que combina distancia y magnetismo: cada gesto suyo, desde la manera de recogerse el cabello hasta su modo de sentarse a la mesa, desata en los demás un cúmulo de comparaciones y resentimientos. La rivalidad nunca se explicita del todo, pero impregna cada diálogo y cada silencio.
El guion acentúa esa atmósfera ambigua con conversaciones aparentemente banales que esconden juicios afilados. La cineasta, con pasado en la escritura ensayística, dota a los diálogos de una sonoridad particular: frases que funcionan como sentencias y revelan más de lo que los personajes estarían dispuestos a admitir. Chew-Bose filma esas interacciones con encuadres cerrados, como si quisiera aprisionar a los personajes en su propio discurso, obligando al espectador a registrar cada movimiento de labios, cada oscilación de la mirada.
La relación de Cécile con su entorno amoroso paralelo, encarnado en Cyril (Aliocha Schneider), funciona como espejo distorsionado de lo que ocurre en la casa. Sus encuentros estivales, envueltos en un aire despreocupado, contrastan con la tensión creciente entre los adultos. Pero incluso ahí se percibe el germen de la manipulación: la joven se mueve entre el deseo y el cálculo, entre la entrega y la estrategia, dejando entrever que su aparente ingenuidad convive con un sentido feroz de preservación.
Visualmente, la película despliega una sensibilidad atenta a los detalles cotidianos: un cuchillo cortando una manzana, el roce de unas telas, el sonido del mar filtrándose por las ventanas. Estos fragmentos sensoriales subrayan la fragilidad del ambiente idílico. La Riviera francesa se convierte así en escenario paradójico: un paraíso que contiene en su interior la semilla del derrumbe. La luz, lejos de edulcorar, expone.
El trabajo de Maximilian Pittner en la fotografía refuerza esta idea al teñirlo todo con tonalidades azules, desde el mobiliario hasta el vestuario de Cécile. Ese color actúa como manto estético, pero también como recordatorio de la tristeza latente que recorre la historia. La música de Lesley Barber, discreta y melódica, aporta un contrapunto que oscila entre el ensueño y la advertencia.
Los personajes masculinos quedan relegados a un segundo plano. Raymond aparece como un hombre cómodo en su egoísmo, incapaz de sostener relaciones más allá del momento. Cyril, en cambio, representa el deseo adolescente: atractivo pero carente de densidad. En este sentido, la película subraya la centralidad de las dinámicas femeninas: Cécile, Anne y Elsa forman un triángulo en el que se juegan los equilibrios del relato.
La dirección opta por un ritmo pausado que puede resultar engañoso. Bajo la superficie de conversaciones anodinas y paseos soleados se fragua una trama de desconfianza y manipulación. Chew-Bose se detiene en las fisuras más que en los acontecimientos, en los silencios más que en las acciones. El resultado es un retrato de personajes atrapados entre la frivolidad del ocio y la gravedad de sus emociones ocultas.
La película se inserta en un debate contemporáneo sobre la manera en que los adolescentes construyen su identidad frente a la mirada adulta. Cécile encarna la tensión entre ser observada y decidir cómo quiere ser vista, un dilema que resuena en una época obsesionada con la imagen. La directora, al trasladar la historia a un presente sutilmente actualizado, enfatiza esa condición. Los dispositivos tecnológicos apenas aparecen, pero cuando lo hacen refuerzan la distancia entre generaciones.
Hacia el desenlace, las acciones de Cécile revelan hasta qué punto su aparente ligereza esconde un cálculo dañino. La película evita moralizar, se limita a mostrar las consecuencias de ese movimiento impulsivo que termina alterando la vida de todos. Chew-Bose cierra su relato con un tono de melancolía que resuena más allá de la pantalla: los juegos de verano dejan cicatrices permanentes.
En definitiva, ‘Bonjour Tristesse’ funciona como un retrato de vínculos sometidos a tensiones invisibles, de emociones que se gestan en el cruce entre deseo, egoísmo y miedo a la pérdida. La película observa a sus personajes con paciencia y sin concesiones, registrando cómo un verano luminoso puede transformarse en territorio de desencuentro.
