Ciertas mareas humanas no llegan por oleaje ni por viento. Surgen desde una calma que no es paz, una suspensión que parece aguardar algo que no se anuncia. En ‘Baja de paternidad’, esa suspensión marca el tono de cada plano, de cada gesto contenido, de cada palabra que no rompe del todo el silencio. Como si alguien hubiese abierto una puerta con retraso y, al hacerlo, se encontrara frente a alguien que no lo esperaba. El cine de Jung se construye con ese tipo de demora: la que no dramatiza, la que simplemente se impone.
En una época que produce vínculos con rapidez y los disuelve con igual eficacia, los lazos familiares expuestos por Jung parecen fuera de tiempo. Más que reconstruir algo roto, la película escenifica una especie de aproximación donde la forma misma del afecto resulta desconocida. No hay tragedia ni redención. Solo una adolescente —Nora— que acude a un padre al que apenas ha visto, como quien consulta un archivo del que solo ha escuchado referencias. En su mirada no hay nostalgia, sino una suerte de inventario afectivo que la película nunca intenta resolver.
El padre, Paolo, enseña surf en una costa de aire tibio, con las rutinas blandas de quien ha desplazado el centro de su vida hacia los márgenes. La aparición de Nora no lo transforma. Tampoco lo incomoda. Se limita a observarla con una mezcla de desconcierto y precaución, como si el lenguaje que ella trae consigo le resultara ajeno. Jung evita convertir esta dinámica en conflicto abierto. Prefiere la tensión baja, el roce continuo de dos subjetividades que no terminan de reconocerse. No hay discusiones airadas ni gestos teatrales. Hay incomodidad y cautela. Lo que no se dice se amontona.
La dirección se sitúa en una delgada línea entre lo contenido y lo estancado. La cámara se adhiere al gesto sin invadirlo, captura los espacios sin adornarlos. La puesta en escena responde más a una observación que a una construcción, como si las emociones no fuesen creadas sino descubiertas a medida que el tiempo avanza. Esa elección favorece una narrativa atmosférica, aunque por momentos parece replegarse en exceso, como si el temor a caer en lo explícito ahogara el pulso dramático.
Las actuaciones operan en el mismo registro de contención. Luca Marinelli compone un padre que nunca termina de pronunciarse: ni como figura protectora, ni como sujeto dañado, ni como hombre en tránsito. Su mirada es más eficiente que sus líneas de diálogo, y su cuerpo, más expresivo que cualquier confesión. Juli Grabenhenrich, por su parte, evita el cliché de la adolescente furiosa o perdida. Nora se comporta como alguien que ha aprendido a no esperar demasiado. Esa sobriedad otorga una extraña dignidad al personaje, al tiempo que impide que su relación con Paolo avance con claridad.
La estructura del relato evita grandes giros. Lo que sucede en pantalla es mínimo. A veces, apenas perceptible. Pero detrás de esa calma aparente se acumulan las tensiones propias de una relación nacida en el desencuentro. La película no introduce elementos externos que alteren esa línea: no hay accidentes, ni terceros, ni revelaciones. Todo lo relevante ocurre en el intervalo entre una mirada y otra. En ese margen, Jung se esfuerza por construir una suerte de gramática emocional desprovista de códigos previos.
Ese esfuerzo, sin embargo, deja zonas ciegas. Algunos momentos parecen extenderse sin propósito definido, como si confiaran en que la mera duración provocará algún tipo de reacción. En ocasiones, la contención se acerca al letargo, y el ritmo se vuelve previsible. Las imágenes, aunque elegantes, no siempre logran sostener la atención en ausencia de un desarrollo más afinado. Lo que en un inicio funciona como pausa reveladora, hacia la mitad se convierte en rutina visual.
El conflicto central —si puede llamarse así— gira alrededor de la pregunta tácita que Nora parece traer consigo: ¿quién es ese hombre y qué significa tenerlo ahora delante? Paolo no ofrece respuestas, pero tampoco gestos de acercamiento. La relación se mantiene en un terreno que bordea lo administrativo, con escasas irrupciones emocionales. Esa elección formal, si bien coherente con el estilo de Jung, limita las posibilidades de evolución entre los personajes. La película parece interesada en registrar un umbral, no en atravesarlo.
El contexto en el que se desarrolla esta historia no acude como decorado ni como denuncia. El lugar —una costa europea sin nombre definido— opera como escenario emocional, más que geográfico. La playa no simboliza nada. Es apenas un espacio de transición. La arena, el mar, las olas: todos elementos que remiten a una cierta deriva, pero sin cargar con metáforas pesadas. La película no exige interpretaciones. Se basta con sugerir.
En su debut como directora, Alissa Jung establece un lenguaje propio, aunque todavía en busca de mayor agudeza. Su mirada recae con seriedad sobre una relación que se desliza por debajo de los afectos convencionales. ‘Baja de paternidad’ no se mueve por giros ni clímax. Su aspiración parece otra: retratar un vínculo que no crece ni desaparece, sino que simplemente existe, como las cosas que no fueron buscadas.
La película deja a sus personajes donde los encuentra. Sin grandes revelaciones. Sin reconciliaciones. La propuesta resulta honesta en su ambición de retratar el desencuentro sin adornos. Pero esa misma honestidad, al volverse norma, deja escaso margen para la transformación. El espectador asiste a un fragmento contenido de una relación contenida.