En una cinematografía que todavía lucha por hacerse un hueco más allá de los circuitos festivaleros, la directora georgiana Dea Kulumbegashvili ha logrado consolidar su voz con una segunda obra que se adentra en terrenos incómodos. ‘April’ llega tras su debut con ‘Beginning’ y confirma la insistencia de la realizadora en volver la mirada hacia comunidades marcadas por tradiciones férreas y por la constante fricción entre modernidad y conservadurismo. Su relato se ubica en una Georgia rural donde el tiempo parece detenido, y donde los cuerpos de las mujeres permanecen bajo la supervisión de un orden social que se resiste a ceder terreno.
La narración se centra en Nina, obstetra interpretada por Ia Sukhitashvili, quien se convierte en el motor de una historia atravesada por contradicciones. En su práctica hospitalaria encarna la profesionalidad que se espera de ella, mientras que en su vida paralela presta asistencia a mujeres que buscan interrumpir embarazos de manera clandestina. Este doble rol, inevitablemente, genera un clima de sospecha que desemboca en un procedimiento interno cuando una complicación en un parto trae consecuencias irreversibles. El filme avanza desde esa tensión inicial hacia un escenario en que la protagonista queda expuesta, no solo por un error médico que se le atribuye, sino por una red de rumores que la señalan como transgresora de normas no escritas.
La película se despliega como un retrato de aislamiento. Nina se mueve entre pasillos fríos del hospital y carreteras nocturnas, donde busca encuentros furtivos que solo refuerzan su condición de ser solitario. La cámara insiste en capturar su figura en planos prolongados que enfatizan la distancia con el entorno. Esas elecciones visuales convierten al espectador en testigo de una existencia atravesada por la vigilancia constante, reforzada con la aparición de una criatura inquietante, desprovista de rasgos, cuya presencia interrumpe la aparente linealidad del relato. Este elemento fantástico no funciona como simple metáfora obvia, sino como prolongación de un malestar que excede lo estrictamente realista.
El contexto político y social resulta esencial para comprender la relevancia del relato. En Georgia, la interrupción del embarazo cuenta con un marco legal limitado a las primeras doce semanas, pero la presión cultural y la influencia de instituciones religiosas han transformado esa práctica en un terreno minado. Nina representa a quienes asumen la responsabilidad de sostener un derecho que en la práctica se ve restringido, con el consiguiente riesgo personal. La directora introduce estos datos sin convertir la obra en un panfleto, pero sí deja en evidencia cómo las estructuras de poder se articulan para despojar de autonomía a las mujeres.
El guion evita convertir a Nina en una heroína clásica. Sus gestos mínimos, casi imperceptibles, transmiten cansancio y desafección, lo que impide cualquier lectura idealizada. El personaje se construye desde la opacidad, obligando al espectador a completar huecos más que a recibir información cerrada. Esta apuesta narrativa genera una tensión constante: el interés no reside en un desenlace sorpresivo, sino en observar cómo una mujer intenta sostener su lugar en un medio hostil.
El trabajo visual de Arseni Khachaturan potencia la sensación de encierro y vulnerabilidad. Los encuadres estáticos prolongados invitan a una contemplación que puede resultar extenuante, aunque esa incomodidad parece buscada. Las escenas de carretera, captadas desde el capó del vehículo, transmiten la idea de un viaje interminable, mientras que los interiores del hospital evocan espacios burocráticos dominados por normas asfixiantes. La textura sonora complementa esa atmósfera: respiraciones agitadas, ruidos secos y un uso limitado de música convierten cada escena en un campo de tensión sensorial.
Dentro de esta estructura formal, destacan dos decisiones que han generado debate. La primera corresponde a la inclusión de partos filmados con realismo clínico, que introducen al espectador en un terreno pocas veces abordado con tal crudeza en la ficción. La segunda es la elección de mostrar un aborto mediante una toma fija en la que la cámara evita el sensacionalismo, limitándose a registrar la fuerza con que los cuerpos se sostienen entre sí. Ambas elecciones consolidan la voluntad de la directora de tratar los procedimientos médicos sin recurrir a artificios dramáticos, subrayando la dimensión física de cada intervención.
Más allá de la trama, ‘April’ abre un espacio de reflexión sobre cómo la sociedad georgiana, y por extensión otras comunidades regidas por estructuras patriarcales, condiciona la vida de las mujeres. El filme evidencia la paradoja de un sistema legal que reconoce derechos en el papel, mientras que en la práctica los bloquea mediante estigmas y amenazas. La figura de Nina encarna esa contradicción, atrapada entre la obligación institucional y la necesidad de ofrecer apoyo a quienes carecen de recursos.
El ritmo pausado puede descolocar a quienes esperan un relato tradicional. Sin embargo, ese tempo enfatiza la densidad del clima social y la falta de escapatoria de la protagonista. Las repeticiones visuales, los silencios prolongados y la insistencia en mostrar rutinas cotidianas refuerzan la idea de un ciclo difícil de quebrar. Esa estrategia narrativa evita cualquier desenlace redentor, manteniendo la tensión hasta el final.
Aunque algunos podrían identificar ecos de cineastas europeos conocidos por su rigor formal, ‘April’ se sostiene en una mirada personal que fusiona realismo con imágenes de carácter perturbador. La criatura sin rostro que aparece en varias secuencias no busca explicar, sino intensificar la sensación de vigilancia y de amenaza latente. Ese híbrido entre registro documental y elementos fantásticos dota al filme de una identidad que lo diferencia dentro de un panorama saturado de propuestas sobre derechos reproductivos.
El trabajo actoral de Ia Sukhitashvili merece una mención aparte. Su interpretación esquiva gestos expansivos para centrarse en mínimos desplazamientos, en miradas que transmiten cansancio o resignación. Esa contención encaja con la propuesta general y evita cualquier exceso melodramático. A su alrededor, el resto del reparto refuerza la idea de un entorno donde la protagonista carece de aliados sólidos, quedando siempre bajo sospecha.
La obra, con sus 134 minutos, se convierte en un desafío para el espectador, pero también en una pieza que exige ser observada sin prisas. Su valor reside en la capacidad de situar al público dentro de una atmósfera cargada de tensiones sociales, donde la intimidad de un personaje se convierte en reflejo de estructuras mucho más amplias. En ese sentido, ‘April’ se inscribe en una tradición de cine que busca incomodar antes que entretener, planteando imágenes difíciles de olvidar.
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