Una línea difusa separa lo que se hereda de lo que se elige. Hay momentos en que el cuerpo se detiene en esa grieta, atrapado entre el ruido de los amigos de siempre y la sospecha de que el mundo es otra cosa. Se habla, se bebe, se mira hacia un horizonte que no termina de definirse. Como si una vida anterior estuviese a punto de cerrarse, aunque no se sepa todavía cómo abrir la siguiente. ‘A nuestros amigos’ parte de ese umbral: no un lugar, sino una sensación. Algo así como la vibración leve de un verano que no termina nunca de irse, pero tampoco de empezar.
El cine de Adrián Orr se detiene justo ahí, en ese pliegue incómodo del tiempo donde nada es todavía firme. No filma lo que ocurre, sino lo que permanece entre líneas, como si la cámara se enredara en los gestos que los protagonistas aún no saben que están teniendo. La película se alza desde la esquina baja de una conversación, desde la resaca de una fiesta donde nadie pudo decir lo que pensaba. No hay épica en el relato, tampoco hay discurso. Lo que hay es mirada: una forma de estar sin invadir, de quedarse al margen y, sin embargo, decirlo todo.
La película sigue durante varios años a Sara, interpretada por Sara Toledo, una joven que vive en la periferia madrileña. Cuando la conocemos, acaba de cumplir 17 y se prepara para la universidad, pero no hay una línea argumental que funcione como guía. El trayecto se construye con fragmentos: ensayos teatrales, peleas en la plaza, tardes largas donde los cuerpos se buscan y se rehúyen. Sara camina entre dos mundos: el de Pedro, su amigo de siempre, ligado a un barrio que parece fuera del tiempo, y el de Paula, que encarna un nuevo lenguaje, una posibilidad que Sara aún no sabe nombrar.
Ese desplazamiento marca toda la estructura del filme. Lo significativo no es el punto de llegada, sino la vibración de cada escena: una voz en off sobre una pantalla negra, un gesto torpe antes de un beso, una risa que se apaga cuando entra la cámara. Orr no busca respuestas ni define marcos. Deja que sus personajes respiren, que se contradigan, que duden. En ese temblor, la película encuentra su forma: una narración que parece no avanzar y sin embargo arrastra, como un recuerdo del que no se puede salir.
Hay una dimensión política que atraviesa cada imagen. No por lo que se enuncia, sino por la forma de mostrarlo. La clase no se explica, se filtra por los poros: en los muros desconchados del barrio, en las miradas esquivas de quienes saben que hay puertas que no se abrirán con solo desearlo. Pero ‘A nuestros amigos’ no cae en el dramatismo. Mantiene una distancia justa, como si se negara a romantizar el conflicto, sin por ello restarle dureza. Orr logra ese equilibrio desde el tiempo: el paso de los años marca los cuerpos y revela un desgaste que no necesita énfasis.
El teatro aparece entonces como catalizador. No funciona como metáfora, sino como cruce. Sara accede a un espacio donde el lenguaje cambia, donde se dice lo que antes solo se sentía. Pero esa apertura no elimina su otra pertenencia. Hay una tensión constante entre el deseo de irse y la necesidad de quedarse, entre la curiosidad por lo nuevo y la lealtad a lo antiguo. Paula no es solo una pareja o un estímulo artístico: es un detonante. A través de ella, Sara empieza a nombrar sus fracturas, aunque aún no sepa cómo habitarlas.
La elección de intérpretes no profesionales aporta una textura que descoloca. Los cuerpos no actúan, reaccionan. El resultado es un registro que parece capturado al vuelo, como si cada escena fuera un hallazgo. No hay impostación ni decorado: todo parece acontecer, aunque sepamos que está orquestado. Este dispositivo genera una intimidad difícil de conseguir desde el guion cerrado. Se percibe el compromiso de los implicados, el desgaste físico del tiempo filmado, la extrañeza de verse cambiar sin darse cuenta.
La fotografía oscila entre dos mundos: el tono terroso del barrio y la luz quirúrgica de la universidad. Este contraste no opera como juicio, sino como marca de lo que está en juego. El montaje corta con precisión: conversaciones interrumpidas, secuencias que no concluyen, imágenes que se quedan en la retina sin saber por qué. La música, contenida, actúa casi como una herida: se cuela donde duele, pero sin estallar.
No hay en ‘A nuestros amigos’ una narrativa cerrada. Lo que queda es una colección de fracturas, de gestos detenidos en medio del tránsito. En esa acumulación se dibuja un cuerpo que cambia sin saberlo, que recuerda sin tener claro cuándo empezó a olvidar. La película no pretende resolver esa desorientación, sino retratarla. Y lo hace sin condescendencia, sin subrayados.
En una escena, Sara discute sobre el sentido del ocio y la necesidad de comprometerse. No hay moraleja, solo un desacuerdo que flota y se arrastra. Esa es la textura del filme: algo que se instala y no se va, una huella que ni siquiera se reconoce como tal hasta mucho después. Porque lo que ‘A nuestros amigos’ captura no es un argumento, sino una forma de estar en el mundo cuando todavía no se sabe cómo habitarlo.
