Las noches sin descanso en los barrios del extrarradio madrileño respiran una calma que no es silencio, sino resistencia. En ese ambiente, entre luces débiles y perros que vagan junto a chatarra oxidada, Guillermo Galoe sitúa ‘Ciudad sin sueño’, una película que parece escuchada más que escrita. No busca retratar la pobreza como postal, ni la miseria como drama, sino un modo de vida que se sostiene entre la precariedad y la dignidad. Galoe construye su relato desde la observación directa, sin forzar los acontecimientos, y eso le permite convertir cada rincón de la Cañada Real en un personaje más. Desde el primer plano se percibe que el director entiende ese territorio como una memoria viva que se está desmoronando, y filma con la serenidad de quien conoce los códigos de un lugar que desaparece sin ruido. Su mirada no se impone: acompaña.
Toni, un adolescente que ayuda a su abuelo en un negocio de metal, es el centro de una historia que se despliega en torno al desalojo inminente de las viviendas. No hay épica ni victimismo en su manera de moverse, solo una sensación constante de que el mundo que conoce se evapora sin remedio. Mientras recoge chatarra o juega con su perro Atómica, asume que la infancia se ha terminado y que la mudanza impuesta no solo implica cambiar de casa, sino abandonar una forma de entender la vida. En su figura se concentra una mezcla de curiosidad y cansancio, propia de quien crece entre la urgencia y el afecto. Galoe lo retrata sin dramatismos, dejando que las acciones más pequeñas adquieran peso simbólico: una cena improvisada, una carrera de galgos, una conversación con su amigo Bilal antes de marcharse. En esos momentos se adivina la grieta que abre el cambio, más que una derrota, una transformación que nadie pidió.
La película utiliza la historia de Toni como hilo conductor para hablar de lo colectivo. Lo que podría ser un drama familiar se convierte en una lectura sobre la exclusión social, la política urbana y la pérdida de comunidad. En la Cañada Real se mezclan gitanos, inmigrantes y familias que llevan generaciones resistiendo sin apenas recursos. El desalojo aparece como una promesa disfrazada de progreso: los nuevos pisos, el asfalto, la limpieza aparente. Sin embargo, Galoe muestra que esa modernidad ordenada trae consigo una forma de desarraigo. Lo que desaparece no es solo el techo, sino la red de vínculos que sostenía la vida diaria. La película no alza la voz, pero deja claro que detrás de cada excavadora hay una decisión política. La cámara no busca culpables, pero tampoco se esconde: observa cómo la maquinaria del Estado avanza sobre la tierra donde aún hay familias que cocinan, cuidan y se quieren.
El papel de los personajes secundarios refuerza ese sentido coral. El abuelo Chule, interpretado por un vecino real del barrio, representa la experiencia que sobrevive a base de ingenio y orgullo. No es sabio ni mártir, es alguien que sabe negociar con el día a día. En contraste, Bilal encarna el horizonte que se aleja: su marcha a Marsella simboliza la huida de una generación que no encuentra su sitio. Las mujeres del barrio, que preparan comidas, organizan el cuidado de los niños y mantienen el ánimo del grupo, ofrecen otra lectura del poder: el de la comunidad como forma de resistencia. Galoe se detiene en sus rostros con una naturalidad que evita la compasión y el paternalismo. No hay heroísmo, solo constancia. Esa decisión narrativa dota a la película de una solidez poco habitual: las vidas filmadas importan por lo que son, no por lo que representan.
El tratamiento visual del film consolida su tono realista. Rui Poças firma una fotografía que respira polvo y niebla, donde la luz del amanecer recorta los contornos de las chabolas como si fueran esculturas efímeras. El uso de cámaras manuales y planos sostenidos genera una sensación de cercanía sin invadir el espacio. La textura de la imagen se mantiene rugosa, como el propio terreno que filma. En lugar de embellecer la ruina, la convierte en lenguaje. Cada encuadre subraya una relación concreta entre personas y entorno, sin artificio. El resultado es una película que se siente cercana y material. La cámara no interroga, acompaña, y en esa cercanía consigue que lo cotidiano adquiera el peso de lo histórico. La decisión de mantener a los intérpretes no profesionales añade coherencia: la ficción y la realidad se confunden hasta volverse inseparables.
En su estructura narrativa, ‘Ciudad sin sueño’ avanza con la naturalidad del tiempo real. Las escenas parecen encadenarse por afinidad emocional más que por trama. Esa elección da lugar a una sensación de vida continua, sin golpes de efecto. La tensión se construye a partir de la espera: el aviso de desalojo, la incertidumbre, la resistencia pasiva. Todo parece moverse hacia un final que ya se conoce desde el principio. Sin embargo, Galoe se interesa más por lo que ocurre durante ese proceso que por su desenlace. Lo esencial es la convivencia en los días previos a la demolición, la calma antes de la tormenta. El director deja que el ritmo lo marquen los propios personajes, y esa confianza se traduce en un relato honesto, sostenido por la observación y el respeto. Esa forma de narrar recuerda al cine de Pedro Costa o Laurent Cantet, pero con un tono más cálido, menos distante.
En su dimensión política, la película se aleja del discurso militante para explorar el impacto concreto de las decisiones institucionales sobre las vidas individuales. La Cañada Real se muestra como un laboratorio social donde se cruzan los límites de la legalidad, el abandono estatal y la solidaridad entre vecinos. El filme no busca moralejas, pero plantea un diagnóstico claro: las ciudades modernas expulsan a quienes no encajan en su lógica económica. A través de Toni y su familia, Galoe pone en evidencia cómo las políticas de urbanismo acaban moldeando la identidad y el destino de quienes menos margen tienen para decidir. En ese sentido, ‘Ciudad sin sueño’ es un retrato de una clase trabajadora olvidada, pero también un recordatorio de que la vida, incluso en sus márgenes, encuentra maneras de afirmarse.
La banda sonora y el diseño sonoro completan la atmósfera del film. Las canciones de Enrique Morente y las referencias a Lorca funcionan como anclas emocionales que conectan el presente del barrio con una tradición cultural más amplia. La música irrumpe en momentos precisos, nunca como adorno, sino como extensión del relato. En los silencios prolongados, el rumor de los motores, los ladridos o el viento construyen una identidad sonora que refleja la fragilidad de un espacio al borde de desaparecer. Esa mezcla de poesía y realismo otorga a la película un equilibrio entre lo físico y lo simbólico. Galoe entiende que el sonido también narra y lo utiliza para traducir el peso de la memoria.
El final, lejos de cerrar, deja una sensación de desplazamiento. Toni observa cómo el barrio se deshace y, con él, una parte de su historia. No hay redención ni catarsis, solo una aceptación callada. La última imagen, un amanecer entre ruinas, condensa la paradoja de todo el relato: la belleza que emerge del derrumbe. El título adquiere entonces su sentido más literal y más poético. La ciudad sin sueño no es un lugar que duerme, es un territorio que resiste, aunque le falte descanso. Galoe filma esa vigilia con la serenidad de quien entiende que los finales, en realidad, son una forma distinta de seguir viviendo.
