Barcelona se levanta en 'Ciudad de sombras' como un escenario que respira, una ciudad que parece tener conciencia y que observa a quienes la habitan desde sus fachadas monumentales y sus callejones húmedos. Jorge Torregrossa utiliza su arquitectura como un espejo del deterioro moral que atraviesa a sus personajes, sin convertirla en postal ni decorado. En sus calles se amontonan las huellas de un pasado que todavía pesa y de un presente marcado por la desconfianza. Desde el primer episodio, la serie construye una atmósfera que se impone por su densidad: luces mortecinas, reflejos metálicos y un aire casi detenido que transforma lo cotidiano en amenaza. A través de esa puesta en escena, el director plantea una narración policial que no se limita a resolver crímenes, sino que rastrea los mecanismos del poder que los hacen posibles.
La serie arranca con una imagen difícil de olvidar: el cuerpo de un empresario arde suspendido en la fachada de la Casa Milà. Esa escena, más que un crimen, parece una ceremonia de advertencia. A partir de ahí, 'Ciudad de sombras' se articula como una investigación que se adentra tanto en los sótanos de la ciudad como en la conciencia de quienes la recorren. El guion, escrito por Torregrossa junto a Carlos López y Clara Esparrach, no se conforma con encadenar giros narrativos; utiliza cada asesinato como una radiografía del deterioro social. Las muertes de varios empresarios catalanes, planificadas con precisión y ejecutadas en edificios emblemáticos del modernismo, ponen de relieve una crítica directa a las estructuras económicas que han convertido las ciudades en mercancía. La historia avanza con un pulso constante que mantiene la tensión sin buscar artificios, dejando que los detalles cotidianos se transformen en claves morales.
Milo Malart, interpretado por Isak Férriz, es el centro de ese entramado. Su figura combina la rabia contenida con una vulnerabilidad que nunca se confiesa en voz alta. La serie muestra a un hombre marcado por un pasado que le impide distinguir entre justicia y venganza. Su suspensión por un acto violento y la pérdida de su sobrino lo sitúan al borde de la autodestrucción. Rebeca Garrido, papel de Verónica Echegui, equilibra la ecuación con su inteligencia metódica y su serenidad, que no excluye la dureza. Ambos forman una pareja profesional en la que el respeto nace del conflicto. Lo interesante es cómo Torregrossa los presenta: sin idealizarlos, sin convertirlos en arquetipos. Ella observa, él reacciona; ella ordena, él improvisa. Entre ambos surge una relación de necesidad, un pacto de supervivencia frente a una ciudad que parece devorarlos.
El relato va mucho más allá del suspense. Lo que realmente sostiene la serie es su mirada sobre la corrupción institucional y la pérdida de identidad colectiva. La violencia ritual que estructura los asesinatos actúa como alegoría de un sistema donde la ambición se disfraza de progreso. Los edificios de Gaudí, convertidos en altares del crimen, representan la contradicción entre belleza y barbarie. En esa elección estética hay una declaración política: el arte, cuando se desvincula de la ética, puede servir para legitimar el poder. Torregrossa construye así una lectura clara del capitalismo urbano, donde la ciudad deja de ser hogar para transformarse en escaparate. Barcelona aparece dividida entre su esplendor arquitectónico y su decadencia moral, y cada plano refuerza esa dualidad con un lenguaje visual deliberadamente áspero.
La dirección apuesta por una fotografía cargada de contrastes, con predominio de grises y luces oblicuas que recuerdan al cine europeo de los años setenta. Los encuadres amplios revelan la pequeñez de los personajes frente a los edificios que los rodean, y esa sensación de desamparo impregna toda la serie. La cámara se mueve con lentitud, observando más que persiguiendo, lo que amplifica la sensación de amenaza. Torregrossa consigue que el espectador perciba el peso de los espacios, como si la ciudad respirara al ritmo de la investigación. Esa atención al entorno no distrae, sino que da coherencia al discurso moral de la obra. La violencia nunca se muestra como espectáculo, sino como consecuencia inevitable de un orden corrompido.
La interpretación de Verónica Echegui, última antes de su fallecimiento, destaca por su contención. Rebeca no necesita elevar la voz para imponerse, su autoridad procede del dominio del silencio. Cada mirada suya parece contener una historia que la serie apenas insinúa. Su personaje se sostiene en la idea de que la fortaleza no consiste en resistir, sino en comprender. Frente a ella, Isak Férriz despliega una energía desbordada, un personaje que actúa movido por impulsos y que, a medida que avanza la trama, va comprendiendo que la violencia interior es su mayor enemigo. Esa confrontación entre razón y descontrol otorga a la serie su mayor intensidad dramática. La química entre ambos dota al relato de un equilibrio que evita el sentimentalismo, dejando espacio para una relación de respeto mutuo nacida en medio del caos.
A medida que los episodios progresan, la investigación se convierte en un examen moral de los protagonistas. Las muertes se suceden con una lógica que revela un castigo social hacia las élites que se enriquecieron a costa de los demás. Los flashbacks sobre la infancia y los traumas de los implicados introducen una dimensión simbólica que relaciona la violencia actual con heridas antiguas. La serie sugiere que los crímenes del presente son herencias de un pasado nunca resuelto, y que la memoria colectiva puede ser tan destructiva como la corrupción política. La figura del periodista interpretado por Manolo Solo amplía esa perspectiva al mostrar cómo la información se manipula según los intereses del poder, reforzando el retrato de un sistema que se alimenta de su propia hipocresía.
El ritmo, aunque pausado, se sostiene gracias a una escritura que no se dispersa. Torregrossa maneja el tiempo narrativo con precisión y reserva los momentos de impacto para cuando la trama lo exige. La música acompaña con discreción, subrayando la tensión sin eclipsar las imágenes. Los niños que aparecen en los recuerdos, las imágenes de archivo de una Barcelona antigua, los contrastes entre luz y oscuridad, todo forma parte de una coreografía donde lo visible y lo oculto conviven. En su tramo final, la acción coincide con la visita del Papa a Barcelona en 2010, un contexto que refuerza la ironía de una ciudad exhibida como ejemplo mientras su estructura interna se derrumba. Ese paralelismo entre fe y poder, entre ritual y castigo, cierra el círculo del relato con una contundencia calculada.
'Ciudad de sombras' se integra dentro de un tipo de thriller europeo que privilegia la atmósfera sobre la velocidad, similar a los trabajos de Dominik Moll o Erik Poppe, pero con una voz propia. Lo que la distingue es la claridad de su mirada sobre la degradación institucional y la imposibilidad de una redención limpia. Netflix se convierte en el canal que amplifica esa visión, dando visibilidad internacional a una producción que combina rigor técnico y lectura crítica. La serie invita a pensar en cómo las sociedades civilizadas encubren su violencia bajo fachadas ornamentadas, y en cómo los héroes que intentan enfrentarse a ella acaban contaminados por el mismo barro que combaten. 'Ciudad de sombras' deja una sensación de desasosiego lúcido, como si la belleza y la culpa se hubiesen fundido en una sola imagen.
