Cine y series

Caza de brujas

Luca Guadagnino

2025



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La figura de Luca Guadagnino vuelve a situarse en el centro del debate cinematográfico con ‘Caza de brujas’, un largometraje que se despliega entre los pasillos académicos y las grietas morales de un entorno universitario convertido en territorio de disputas ideológicas. Desde los primeros minutos, la cámara parece recorrer con pulso sereno un espacio donde el conocimiento y la reputación adquieren el mismo valor que el poder, y en el que la apariencia intelectual se mezcla con una tensión latente que anuncia el derrumbe de todo equilibrio. La película plantea una estructura rigurosa, casi teatral, en la que cada diálogo se comporta como un combate verbal y cada silencio como una declaración tácita. Guadagnino, apoyado en un guion que evita la linealidad, concibe un relato que penetra en la lógica del prestigio académico y en las formas en que la verdad puede manipularse según convenga a quien la enuncia. Su dirección mantiene un pulso calculado, sin artificios visuales gratuitos, dejando que la composición del plano y la cadencia del montaje construyan una atmósfera de vigilancia constante.

El núcleo argumental se organiza en torno a Alma Imhoff, profesora de filosofía interpretada por Julia Roberts, que se mueve entre la admiración de sus alumnos y la rivalidad de sus colegas. En su figura se concentra una dualidad evidente: la disciplina intelectual y la ambición personal conviven bajo un mismo gesto contenido. La trama se desencadena a partir de la denuncia de una estudiante contra un profesor del departamento, lo que introduce una espiral de sospechas que atraviesa toda la comunidad universitaria. El hecho, más que funcionar como detonante moral, se transforma en un instrumento de observación sobre las relaciones de poder y la fragilidad de las alianzas construidas a base de intereses compartidos. La acusación, nunca mostrada de forma explícita, opera como un espejo deformante que refleja las posturas de cada personaje ante un conflicto donde el prestigio vale más que la coherencia ética. Guadagnino plantea el relato como una disección del pensamiento contemporáneo en torno a la credibilidad, utilizando el espacio académico como metáfora de una sociedad que erige juicios antes de comprobar los hechos.

El desarrollo del guion avanza mediante una sucesión de enfrentamientos dialécticos que revelan las contradicciones internas de sus protagonistas. La estudiante, interpretada por Ayo Edebiri, encarna una generación educada en la certeza moral pero desprovista de un horizonte estable; su discurso se apoya en una defensa de la justicia que roza la intransigencia, mientras que la profesora, al intentar mediar, evidencia su incapacidad para conciliar el pensamiento filosófico con la supervivencia institucional. En esa fricción se configura el auténtico conflicto del filme: la imposibilidad de sostener un ideal sin sacrificar parte de la identidad. La película sitúa a sus personajes en una red de dependencias donde cada elección deja una cicatriz, y cada palabra pronunciada actúa como un arma. Guadagnino se sirve de la arquitectura cerrada del campus para construir una sensación de asfixia intelectual; los despachos, las aulas y los pasillos adquieren una textura opresiva, convertidos en escenarios donde la razón y la conveniencia se confunden de forma irreversible.

El trabajo interpretativo sostiene la complejidad de este entramado con precisión. Julia Roberts dota a su personaje de una serenidad aparente bajo la que se percibe un temblor continuo; su expresión contenida transmite la idea de alguien acostumbrado a controlar el discurso, pero incapaz de dominar el caos que genera su propia estrategia. Andrew Garfield, en el papel del profesor acusado, proyecta una mezcla de seguridad y desgaste interior que convierte cada escena compartida con Roberts en un duelo de máscaras. Michael Stuhlbarg, como el marido de la protagonista, aporta un contrapunto de ironía que revela la dependencia emocional que subyace bajo la fachada académica. En conjunto, el reparto logra que las conversaciones adquieran la tensión de un interrogatorio sin juez, donde la verdad se diluye entre razonamientos eruditos y ataques personales. Guadagnino demuestra un dominio del ritmo que transforma el diálogo filosófico en material dramático, evitando que la película se pierda en la abstracción.

El tratamiento visual refuerza esa sensación de clausura moral. La fotografía de Malik Hassan Sayeed emplea una paleta de tonos fríos que envuelve cada plano en una claridad inquietante, mientras la iluminación resalta los rostros como si fueran superficies donde se escribe la culpa. Los interiores, amplios pero despojados de calidez, reflejan la distancia emocional entre los personajes y el vacío que deja la pérdida de confianza. La música compuesta por Trent Reznor y Atticus Ross actúa como un pulso subterráneo, con acordes que se deslizan bajo las escenas más tensas sin invadirlas, creando un ritmo irregular que acentúa el desequilibrio de quienes intentan conservar la compostura. La puesta en escena renuncia a los adornos para concentrarse en la disposición de los cuerpos dentro del encuadre, donde cada movimiento parece calculado y cada pausa se convierte en un elemento de tensión narrativa.

El relato aborda implicaciones políticas y sociales con una claridad que evita cualquier ambigüedad. La denuncia de abuso se convierte en el punto de partida para analizar cómo las estructuras de poder se reproducen incluso dentro de instituciones que se proclaman progresistas. El filme sugiere que la lucha por la credibilidad y la reputación académica puede desvirtuar la búsqueda de justicia, y que la solidaridad proclamada entre mujeres queda atrapada en un tejido de rivalidades invisibles. Guadagnino examina ese fenómeno sin moralismo, presentando a sus personajes como piezas de un sistema que los supera. La universidad, presentada como laboratorio de pensamiento libre, se muestra aquí como una organización jerárquica en la que la verdad se administra según convenga a los intereses del momento. La película transforma cada debate en una escena de guerra fría, donde el lenguaje sustituye a la violencia física y las ideas se convierten en proyectiles.

La construcción de Alma se afianza conforme avanza la trama, revelando una figura dominada por la necesidad de conservar su posición dentro de un entorno que valora la autoridad por encima de la empatía. Su evolución, marcada por una serie de decisiones cada vez más tácticas, refleja la degradación de quien confunde la lealtad con la conveniencia. A través de ella, la película examina la fragilidad de las convicciones cuando el poder entra en juego, mostrando cómo la racionalidad académica puede emplearse como escudo para justificar cualquier contradicción. Guadagnino convierte la enfermedad física de la protagonista en metáfora del deterioro moral que la consume: cada espasmo, cada gesto reprimido, cada mirada de desconfianza funcionan como señales de un cuerpo que se resiste a sostener su propia impostura. El resultado es una figura que, más que caer, se disuelve dentro de un sistema que exige sacrificios silenciosos.

El trabajo de dirección revela un interés constante por el detalle. Las conversaciones se alargan hasta la incomodidad, los encuadres se mantienen fijos mientras los personajes buscan la palabra adecuada para justificarse, y el montaje evita los cortes rápidos para obligar al espectador a permanecer dentro del conflicto. Guadagnino articula la narración a través de la observación paciente, permitiendo que los acontecimientos se desarrollen sin el dramatismo de los giros argumentales habituales. Su mirada se sitúa en un punto intermedio entre la frialdad analítica y la curiosidad antropológica, como si el director quisiera estudiar el comportamiento de una comunidad atrapada en su propio reflejo. En esa elección se aprecia una coherencia con su filmografía, que ha explorado distintas formas de deseo, poder y pertenencia, pero aquí con un enfoque más áspero, privado de cualquier concesión sentimental.

El desenlace, lejos de buscar una resolución definitiva, expone el desgaste de un grupo de personajes que han confundido el pensamiento con la estrategia. Cada uno queda atrapado en el eco de sus propias palabras, incapaz de escapar de un entorno que los ha moldeado a su imagen. ‘Caza de brujas’ no persigue la redención de sus figuras, sino la constatación de un sistema donde la ética se convierte en un lujo. La película se cierra con una sensación de suspensión, como si el tiempo se detuviera en el instante en que la verdad se vuelve irrelevante. Guadagnino deja al espectador frente a un espacio vacío, sin pretender ofrecer consuelo ni castigo, únicamente la observación de una realidad que se repite bajo distintas formas. Su trabajo no se apoya en grandes declaraciones, sino en la precisión de cada mirada y la sequedad de cada diálogo, construyendo un retrato de la contemporaneidad que evita cualquier complacencia.

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