Cine y series

Blue Moon

Richard Linklater

2025



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El aire denso de un bar neoyorquino en 1943, con su mezcla de humo, madera barnizada y copas a medio llenar, abre el escenario de ‘Blue Moon’, una película que transforma una noche cualquiera en una radiografía íntima del orgullo y el agotamiento creativo. Richard Linklater elige esa atmósfera cerrada para observar a Lorenz Hart, el célebre letrista de Broadway, mientras asiste, desde la distancia de un vaso de bourbon, a la celebración del estreno de ‘Oklahoma!’, el éxito que consagra definitivamente a su antiguo compañero Richard Rodgers junto a su nuevo socio, Oscar Hammerstein. Esa elección narrativa, limitada en espacio y tiempo, permite al director construir una historia donde cada palabra pesa más que cualquier acción, y donde el ingenio verbal del protagonista se convierte en su último refugio frente a la sensación de haber quedado fuera del lugar que antes ocupaba con naturalidad.

Ethan Hawke encarna a Hart con una intensidad que revela a un hombre que brilla en la conversación pero que se apaga entre frase y frase. La cámara lo sigue entre las mesas de Sardi’s como si se tratara de un actor sin escenario, un intérprete que repite su propio guion con la esperanza de que alguien lo escuche con la devoción de otros tiempos. Su intercambio con el camarero interpretado por Bobby Cannavale, mezcla de confesión y comedia, expone la ironía de un artista que habla para esquivar su propia tristeza. Hawke dota a su personaje de una agilidad verbal que roza la arrogancia, pero esa misma energía revela la fragilidad de quien depende de su ingenio para seguir existiendo. La película convierte esa contradicción en su motor: cada broma encubre un lamento, cada cita ingeniosa oculta el temor a ser olvidado. Linklater mantiene la tensión entre la lucidez y la decadencia sin recurrir al dramatismo, confiando en el ritmo natural del diálogo para mostrar el desgaste de una mente brillante atrapada en su propia máscara.

Robert Kaplow, guionista del filme, construye la narración a partir de las cartas reales que Hart intercambió con Elizabeth Weiland, interpretada por Margaret Qualley, una joven estudiante de Yale que encarna todo lo que el letrista ya ha perdido: juventud, entusiasmo y un futuro todavía por escribir. Su relación se mueve entre la admiración y el autoengaño, en un terreno donde el afecto se confunde con la necesidad de sentirse importante para alguien. Hart la idealiza con una mezcla de deseo y gratitud, mientras ella observa en él la sombra de un genio que ya empieza a resquebrajarse. Qualley ofrece una presencia delicada pero firme, y su personaje sirve como espejo de la incapacidad del protagonista para aceptar el paso del tiempo. En cada conversación entre ambos se percibe la colisión entre generaciones, la confrontación entre un mundo que se apaga y otro que apenas comienza a iluminarse.

La aparición de Andrew Scott como Richard Rodgers introduce una tensión que recorre toda la película. Su personaje representa la serenidad de quien ha encontrado su lugar en el éxito, mientras Hart encarna la resistencia inútil del artista que se niega a aceptar la sustitución. Linklater retrata ese encuentro con la precisión de un duelo verbal, donde cada palabra funciona como una estocada cubierta de cortesía. Rodgers intenta mantener la compostura, pero la conversación revela el desgaste de una amistad construida sobre el talento compartido y la competencia silenciosa. El momento en que ambos discuten sobre el valor del arte popular y la pureza del oficio resume la distancia entre ellos: uno ha comprendido el pragmatismo de la industria y el otro sigue aferrado a la idea romántica del artista que se consume por sus versos.

El ambiente del bar, diseñado con una fidelidad casi táctil por Susie Cullen, actúa como un personaje más. Cada detalle —los espejos empañados, los manteles de lino, el reflejo de las lámparas sobre las copas— sostiene la sensación de encierro y de tiempo suspendido. Dentro de ese espacio reducido se cruzan figuras que aportan textura histórica: un joven E. B. White que escucha a Hart con curiosidad, un pianista uniformado que introduce melodías breves, un repartidor de flores que interrumpe la escena con frescura. Todo parece ocurrir dentro de una burbuja donde el pasado se mezcla con la inmediatez del presente. Linklater filma esa clausura con movimientos discretos de cámara, evitando el artificio para dejar que la palabra domine, y consigue que cada rincón del local refleje la mente del protagonista: brillante, desordenada y en permanente huida de sí misma.

La película adquiere fuerza en su lectura moral y social. El retrato de Hart como un hombre que debe ocultar su orientación y disimular su tristeza revela la hipocresía de un entorno que celebra la creatividad mientras condena la diferencia. Linklater evita los discursos y prefiere mostrar cómo el ingenio del personaje actúa como un mecanismo de defensa frente a un entorno que exige cordialidad y éxito constante. El alcohol, la ironía y las citas literarias sustituyen a la sinceridad, pero lo hacen sin que el director busque compasión. La mirada de ‘Blue Moon’ se centra en la contradicción entre el brillo público y el vacío personal, y en cómo la fama se convierte en una forma de soledad. El resultado es una película que analiza la vulnerabilidad del artista con una franqueza que no necesita subrayados.

El estilo de Linklater mantiene su sello característico: confianza en el diálogo, atención al tiempo como materia narrativa y una sensibilidad hacia la palabra como vehículo de pensamiento. Aquí lo lleva al extremo, condensando toda una vida en una noche de conversación. Cada gesto, cada silencio y cada cambio en la iluminación componen un retrato de alguien que intenta mantener su dignidad cuando todo a su alrededor celebra un triunfo ajeno. La dirección de fotografía de Shane F. Kelly acentúa esa idea con luces cálidas que se van enfriando a medida que avanza la velada, mientras el montaje de Sandra Adair refuerza la sensación de continuidad temporal sin caer en la monotonía. La película avanza sin grandes sobresaltos, pero cada diálogo introduce una grieta nueva, un matiz que profundiza en el retrato de Hart como símbolo del talento que se resiste a envejecer.

La dimensión política del filme se entiende en el trasfondo de la historia: la sustitución de Hart por Hammerstein no solo refleja un cambio profesional, sino la transición cultural de un país que deja atrás la ironía y abraza el optimismo del espectáculo. Linklater utiliza esa ruptura para hablar del modo en que la sociedad decide qué voces permanecen y cuáles se disuelven. La figura de Hart, siempre en tensión entre la autocrítica y la necesidad de aplauso, resume el destino de tantos creadores devorados por su tiempo. Esa lectura, más que nostálgica, actúa como un recordatorio de que la historia del arte está llena de nombres que desaparecen mientras otros ocupan su lugar con naturalidad.

Hawke consigue que ese conflicto interior se exprese sin discursos grandilocuentes. Su voz, a ratos cansada, a ratos aguda y casi insolente, construye un retrato de un hombre que se sostiene a base de humor y desesperación. Linklater capta esa energía con paciencia, dejando que la palabra se desgaste hasta que el silencio final parezca inevitable. ‘Blue Moon’ concluye con la sensación de haber asistido a la confesión de alguien que se ha interpretado a sí mismo durante toda la vida, incapaz de distinguir entre el escenario y la realidad. La película se detiene justo antes del derrumbe, cuando todavía quedan restos de lucidez y elegancia en el aire, como si el eco de una canción antigua siguiera sonando más allá del cierre del bar.

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