Cine y series

Balearic

Ion de Sosa

2025



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El sol cae sobre una isla que podría ser cualquiera, aunque todos sepamos que ‘Balearic’ suena a Mediterráneo. Ion de Sosa aprovecha ese imaginario para construir una historia que empieza como un verano inocente y acaba convertida en un retrato feroz del egoísmo y la distancia entre generaciones. Desde el primer plano se percibe una calma engañosa. Bajo esa luz deslumbrante se esconde un malestar que crece con cada escena. La cámara observa sin juicio, como si el mundo siguiera su curso sin advertir el desastre que se avecina. El director evita adornos innecesarios y prefiere trabajar con lo esencial: cuerpos, gestos y espacios que reflejan cómo la despreocupación puede transformarse en un encierro físico y moral. ‘Balearic’ se mueve entre el verano perpetuo de los anuncios y la resaca de una sociedad que se entretiene mientras el fuego se acerca.

La película arranca con cuatro jóvenes que buscan un día de playa antes de que la vida adulta empiece a imponerse. Encuentran una casa vacía con piscina y deciden adueñarse de ella por unas horas. Esa escena de ocio improvisado, tan luminosa al principio, se tiñe pronto de violencia cuando unos perros los rodean y los obligan a quedarse en el agua. La piscina, símbolo de deseo y de descanso, se convierte en una trampa. El director filma ese encierro con una serenidad perturbadora, sin aspavientos, dejando que la tensión surja de la espera y del sonido del entorno. En ese pequeño rectángulo de agua, los personajes descubren la fragilidad de su supuesta libertad. La imagen de los cuerpos suspendidos en el agua acaba funcionando como una metáfora del futuro: una juventud atrapada entre lo que sueña y lo que hereda.

Después de esa primera parte, la narración cambia de escenario y también de tono. En una villa cercana, un grupo de adultos celebra una fiesta rodeada de abundancia. Conversan sobre asuntos triviales mientras las montañas arden a lo lejos. El contraste con el drama anterior es evidente y el montaje refuerza esa distancia moral. La cámara se detiene en rostros que sonríen sin convicción, en copas que se alzan para brindar sin motivo. Nadie parece consciente del incendio que avanza ni del eco de los gritos que aún resuenan. Ion de Sosa retrata esa desconexión con una precisión casi quirúrgica. Cada palabra vacía y cada gesto mecánico revelan una clase social ensimismada, que observa el mundo sin comprenderlo. La fiesta se convierte en una caricatura de poder, una escena detenida en el tiempo donde el privilegio se confunde con la parálisis.

Esa estructura en dos mitades funciona como un espejo que enfrenta generaciones. Los jóvenes representan el impulso por conquistar el mundo, los adultos la comodidad que impide cualquier cambio. Entre ambos se extiende una línea invisible marcada por la indiferencia. De Sosa sitúa a sus personajes en un paisaje que refleja la desigualdad de una sociedad incapaz de empatizar. El fuego que avanza desde las colinas no destruye solo el entorno físico, también quema la ilusión de una continuidad entre padres e hijos. La película se mueve entre la sátira y la observación social sin caer en exageraciones. Lo que muestra no busca provocar sorpresa, sino incomodidad: el retrato de un sistema que gira sobre sí mismo mientras finge estabilidad.

En el plano formal, el director demuestra una mirada muy precisa. El uso del 16 mm aporta una textura rugosa que refuerza la idea de tiempo detenido. La luz natural del verano, los planos prolongados y los silencios se combinan para construir una atmósfera cargada de tensión. El montaje evita la prisa y permite que los personajes se muevan dentro del encuadre con una libertad que los expone más que los protege. La música de Xenia Rubio y el trabajo sonoro de Iosu González añaden capas de inquietud: zumbidos, ecos y fragmentos melódicos que parecen venir del propio paisaje. Esa mezcla entre naturalismo y artificio convierte a ‘Balearic’ en un relato sensorial, donde lo político se filtra a través de lo cotidiano.

El agua se erige como elemento central. Une los dos mundos y a la vez los separa. En la piscina de los jóvenes se concentra el impulso vital; en la de los adultos, la inercia. Esa correspondencia no se explica con palabras, sino con imágenes que remiten a un vínculo perdido entre generaciones. La cadena metálica que aparece como nexo visual expresa esa herencia invisible que pasa de unos a otros. En ese detalle se condensa el mensaje del filme: la juventud recibe un legado construido sobre el egoísmo y la desmemoria, mientras los mayores se entretienen midiendo el valor de su bienestar. El agua, brillante y contenida, encierra tanto el deseo de escapar como la imposibilidad de hacerlo.

Las interpretaciones mantienen la coherencia de ese planteamiento. Los jóvenes se expresan a través de su espontaneidad, sin discursos, como si cada gesto formara parte de un aprendizaje que no controla. Los adultos, en cambio, hablan desde la repetición, atrapados en conversaciones que ya carecen de sentido. Christina Rosenvinge ofrece un retrato contenido de una mujer que intenta mantener el control en medio del absurdo, mientras Zorion Eguileor encarna al patriarca enfermo cuya debilidad física simboliza el agotamiento de toda una generación. La dirección de actores evita cualquier énfasis y apuesta por la observación. Los diálogos se cruzan, los silencios pesan y las miradas sustituyen lo que no se atreve a decirse.

La película avanza sin buscar el clímax. Su fuerza reside en la acumulación de detalles que terminan por componer una imagen completa de decadencia. Ion de Sosa transforma la festividad de San Juan en un retrato del presente, donde la hoguera purificadora deja paso a la indiferencia. El fuego ya no sirve para empezar de nuevo, sino para iluminar la apatía de quienes lo contemplan. La cámara se mantiene a distancia, sin ironía ni compasión, registrando el modo en que la alegría se convierte en simulacro. La visión que ofrece el director es tan contundente como contenida: una sociedad que se divierte mientras se derrumba.

‘Balearic’ consigue con medios modestos una reflexión de gran alcance sobre la alienación contemporánea. Ion de Sosa no moraliza, pero su mirada es firme. Al enfrentarse a la dualidad entre juventud y madurez, revela la continuidad de un mismo vacío. En ambas edades persiste la dificultad para mirar más allá del propio reflejo. La película sugiere que la falta de conexión entre generaciones no se debe al paso del tiempo, sino a una pérdida común de propósito. Esa es quizá la imagen más poderosa que deja: dos piscinas separadas por una cadena de metal y un incendio de fondo, metáfora precisa de una sociedad que ha confundido la calma con la ceguera.

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