En el cine de Darren Aronofsky las derrotas suelen pesar más que las victorias. ‘Bala perdida’ surge de ese territorio en el que un golpe fortuito marca la trayectoria de una vida. Ambientada en el Nueva York de finales de los noventa, la película se instala en una ciudad que parece girar sin rumbo, donde los neones apenas disimulan el cansancio de las calles. Aronofsky recupera aquí un tono más cercano a su primera etapa, aunque con una ligereza que sorprende en quien ha transitado historias dominadas por la angustia. La cámara de Matthew Libatique imprime una textura de humedad y asfalto, construyendo un retrato urbano que vibra entre la nostalgia y la sordidez.
El relato parte de Hank, interpretado por Austin Butler, un antiguo jugador de béisbol que sobrevive detrás de la barra de un bar. Su cuerpo conserva la rigidez de quien alguna vez soñó con estadios llenos y hoy apenas mantiene el equilibrio entre turnos de madrugada y tragos escondidos. Butler se adueña del personaje sin exceso, con una energía contenida que deja entrever un pasado imposible de borrar. Aronofsky lo acompaña con un guion firmado por Charlie Huston, quien adapta su propia novela con precisión quirúrgica y un oído atento al ritmo callejero. El resultado es una historia de azar, deuda y violencia, que avanza con la tensión de una persecución y el aire cansado de una resaca.
Desde sus primeros minutos, la película se mueve como una partida de dominó: cada movimiento empuja al siguiente con la fuerza del error. Hank acepta cuidar el gato de su vecino Russ, un punk británico interpretado por Matt Smith que desaparece dejando tras de sí una red de enemigos. A partir de ese gesto trivial, el protagonista se ve envuelto en una trama criminal que conecta a mafiosos rusos, gánsteres del Bronx y policías ambiguos. Aronofsky juega con los códigos del thriller clásico, pero los distorsiona a su antojo, convirtiendo cada escena en un terreno de extraña comicidad. En su mundo, la violencia estalla sin aviso y los personajes actúan con una mezcla de torpeza y desesperación que mantiene la historia en un equilibrio precario.
La dirección apuesta por una puesta en escena precisa, donde cada objeto del decorado parece tener memoria. Las paredes del bar rezuman grasa, los callejones se llenan de carteles descascarillados y las luces de los neones tiñen los rostros de un brillo enfermizo. Aronofsky filma con una mirada que combina crudeza y ironía. En ‘Bala perdida’, el dolor convive con el absurdo, y cada golpe deja espacio para un destello de humor incómodo. Esa mezcla produce una extraña fascinación: todo parece fuera de lugar y, sin embargo, funciona dentro de su lógica. Libatique refuerza esa sensación con movimientos de cámara que abrazan la confusión y un montaje que avanza con ritmo de carrera nocturna.
Entre los secundarios destaca Zoë Kravitz, que interpreta a Yvonne, una paramédica capaz de sostener la calma en medio del desastre. Su relación con Hank sirve como anclaje emocional de la película. La actriz dota al personaje de una firmeza que evita cualquier sentimentalismo, y su presencia equilibra el torbellino masculino que rodea la historia. Regina King encarna a una detective que observa el caos desde cierta distancia, consciente de que la frontera entre ley y delito apenas existe. Liev Schreiber y Vincent D’Onofrio aportan una extraña elegancia como hermanos judíos implicados en el negocio del crimen. Cada uno introduce una nota de ironía dentro del conjunto, demostrando que Aronofsky se divierte moviendo a sus personajes como piezas de un tablero imprevisible.
El guion combina referencias a los thrillers de los noventa con un retrato afectuoso del Nueva York previo al cambio de siglo. Las calles aún conservan los restos de una época sin GPS ni pantallas omnipresentes. La música, plagada de temas punk y rock alternativo, recuerda la vitalidad de una ciudad en transformación. La película no pretende reconstruir el pasado con exactitud, sino capturar su temperatura. En ese sentido, ‘Bala perdida’ se comporta como una carta de amor torcida hacia un tiempo donde el peligro podía encontrarse en cualquier esquina.
Aronofsky evita el dramatismo gratuito y prefiere dejar que los personajes se desgasten entre la acción y el desconcierto. Cada persecución y cada pelea parecen surgir del azar, sin planificación ni grandeza. El director se aleja de la solemnidad de sus títulos anteriores para construir una comedia criminal impregnada de violencia física y un humor negro que descoloca. El tono se mantiene en constante oscilación: a ratos ligero, a ratos áspero, siempre cargado de energía. Lo interesante es cómo esa irregularidad termina por definir la identidad del filme. ‘Bala perdida’ no busca armonía, sino una sensación de impulso continuo, de supervivencia en medio del caos.
El trabajo de montaje resulta esencial para sostener esa energía. Andrew Weisblum corta las escenas con precisión, alternando momentos de calma con estallidos de brutalidad. La música de Rob Simonsen añade un pulso casi mecánico que intensifica la tensión. En el aspecto visual, la fotografía mezcla luces fluorescentes y sombras densas, creando una atmósfera que recuerda los videoclips de finales de siglo. Todo en la película respira un aire de artificio consciente, como si Aronofsky jugara a reconstruir un pasado desde el presente con cierta ironía.
Uno de los rasgos más llamativos del film es la presencia del gato Bud, interpretado por un felino que se roba la atención en cada plano. Más que un alivio cómico, el animal se convierte en un símbolo del azar que guía la trama. Aronofsky utiliza su figura para introducir una ternura inesperada en medio de la brutalidad, y ese contraste aporta un tono casi fábula a la historia. En varios momentos, la cámara se detiene en los ojos del animal como si buscara un reflejo de lo que los humanos han perdido. Ese detalle resume la capacidad del director para introducir pequeños destellos de humanidad en entornos dominados por la violencia.
El resultado final es una película que se mueve entre el thriller y la sátira, entre la tragedia y la comedia. Aronofsky demuestra que puede trabajar con ligereza sin perder su sello autoral. La acción nunca se convierte en espectáculo vacío; mantiene un trasfondo de derrota y cansancio que atraviesa cada gesto. ‘Bala perdida’ describe a personajes que intentan mantenerse en pie dentro de un mundo que se desmorona a su alrededor. Todo lo que ocurre en pantalla parece guiado por el azar, pero cada escena está construida con una precisión que revela la mano de un director que conoce su oficio.
El desenlace deja un regusto a cansancio, como si el viaje hubiera sido demasiado largo incluso para los propios protagonistas. Aronofsky se permite cerrar con una imagen de calma engañosa, donde todo parece volver a su sitio aunque nada conserve su forma inicial. Esa ambigüedad otorga a la película una fuerza especial. ‘Bala perdida’ funciona como una reflexión sobre la culpa, la resistencia y el peso del pasado. También como un homenaje al cine de acción urbano que marcó los noventa y que aquí encuentra una nueva forma de respirar.