Cine y series

Baby Bandido - temporada 2

Julio Jorquera Arriagada

2025



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La ciudad de Santiago vuelve a servir de escenario para un relato de riesgo, lealtades quebradas y supervivencia. En ‘Baby Bandito’, la segunda temporada dirigida por Julio Jorquera, Alejandro Bazzano y Pepa San Martín mantiene la energía visual y el pulso narrativo del proyecto creado por Gustavo Mena, que cuenta con la producción de Fábula, sello habitual de ficciones que combinan dramatismo y precisión técnica. La historia abandona el anclaje en hechos reales y se sumerge en un territorio donde la ficción se vuelve el motor de su identidad. Este cambio libera la narración de toda dependencia histórica y la empuja hacia un terreno de invención pura, donde los personajes funcionan como símbolos de un país atravesado por desigualdad, ambición y vínculos familiares sometidos al desgaste del tiempo y la violencia. La dirección apuesta por un ritmo nervioso y por una fotografía que retrata el pulso urbano de un Santiago nocturno y fragmentado en su energía, un lugar donde el delito y la moral conviven sin líneas nítidas.

El arranque de esta nueva entrega sitúa a Kevin Tapia en un punto de quiebre. El antiguo ladrón, marcado por las pérdidas de su pasado, retoma la acción impulsado por una urgencia que lo desborda: salvar a su madre. Esa motivación introduce un desplazamiento sustancial en su arco narrativo. La codicia o el reconocimiento virtual dejan paso a un instinto filial que le concede otra dimensión. Su figura se construye sobre la paradoja del criminal que actúa por un impulso noble, lo que refuerza una tensión entre ética y supervivencia. Kevin ya no representa al joven inconsciente que buscaba redimirse en las redes sociales; encarna una consecuencia vital de su entorno, un individuo que se mueve entre la culpa y el deber. El guion lo sitúa frente a enemigos que reflejan versiones distorsionadas de sí mismo: Los Carniceros, la pareja Robles, el Ruso o el traidor Panda funcionan como extensiones de su propio reflejo. Todos se alimentan del mismo instinto de preservación y poder, y en esa simetría la serie construye una red de espejos que transforma cada enfrentamiento en un juicio personal.

La alianza con Mística se convierte en el eje de la temporada. Su relación abandona cualquier atisbo romántico y se instala en la complicidad funcional de dos delincuentes que confían por necesidad. Mística pasa de ser una figura periférica a ocupar el mismo nivel jerárquico que Kevin, consolidando una dupla marcada por la eficiencia y la desconfianza. Carmen Zabala le otorga una presencia serena y resolutiva, contrapeso perfecto frente a la impulsividad de Kevin. La serie encuentra en esa dinámica un tono menos sentimental y más táctico, donde la planificación de los golpes sustituye el melodrama. El hipódromo donde se oculta el botín actúa como metáfora del riesgo y la competencia, un espacio que condensa el vértigo de las apuestas y la sensación de que todo puede perderse en segundos. El uso de ese entorno refuerza la naturaleza lúdica del crimen en la serie, planteando una carrera literal y simbólica por la supervivencia y la memoria.

La introducción de Natalia Robles, interpretada por Amparo Noguera, aporta una mirada distinta sobre el poder criminal. Frente a la violencia impulsiva de su marido Amador, ella encarna una racionalidad glacial que convierte cada decisión en cálculo. La figura femenina se aleja del estereotipo de la víctima o la amante, adoptando una autoridad silenciosa que resuena con el tono sombrío del relato. En paralelo, el regreso del Ruso, herido por la pérdida de su hijo, introduce una violencia personal que rompe cualquier equilibrio. La venganza se transforma en motor narrativo y en advertencia sobre las cadenas interminables del resentimiento. Panda, el antiguo aliado que se vuelve rival, actúa como recordatorio del precio que Kevin ha pagado por sus decisiones pasadas. Ese triángulo de adversarios, todos con motivaciones tangibles, impide que la historia caiga en simplificaciones morales y convierte cada enfrentamiento en un juego de supervivencia donde la traición se vuelve rutina.

El guion, firmado por Diego Muñoz junto a Luis Alejandro Pérez, Simón Soto y Catalina Calcagni, mantiene una estructura de tensión progresiva. Cada episodio cierra con un desequilibrio que impulsa el siguiente, sin recurrir a trucos gratuitos. El tono se apoya en la acción, pero también en la observación de las relaciones personales que nacen del delito. Kevin actúa por impulso, pero la serie revela que cada decisión está condicionada por un sistema social que premia la astucia y castiga la debilidad. El retrato del Santiago actual combina marginalidad y modernidad tecnológica, mostrando un entorno donde la exposición mediática convierte al crimen en espectáculo. Ese comentario social atraviesa toda la serie y la sitúa cerca de otras ficciones latinoamericanas que exploran la fama digital como catalizador del delito.

La segunda temporada amplía su universo con la entrada de nuevos rostros que dotan de densidad al conjunto. Diego Muñoz, Antonia Zegers, Gonzalo Valenzuela y Florencia Berner aportan matices de poder y ambigüedad a un elenco que ya funcionaba como un ecosistema cerrado. Cada personaje introduce una energía distinta que multiplica los conflictos internos del grupo. La madre de Kevin, interpretada por Mariana Loyola, se convierte en la razón y el símbolo de toda la trama. Su enfermedad funciona como detonante de las acciones, pero también como emblema de una generación castigada por el sistema. La serie insinúa que el crimen de Kevin no surge de la maldad, sino de una economía de la desesperación donde la solidaridad familiar reemplaza cualquier ideal moral.

En el plano formal, la dirección de Jorquera apuesta por un ritmo más controlado que en la primera entrega. Los planos prolongados y las luces contrastadas generan una atmósfera asfixiante. La cámara sigue a los personajes como si los vigilara, subrayando la sensación de encierro y persecución. La fotografía de M.I. Littin-Menz y su equipo acentúa la textura de los espacios: calles húmedas, interiores precarios y una paleta dominada por grises y amarillos que refuerza el agotamiento del entorno. La música compuesta por Miguel Miranda y José Miguel Tobar acompaña esa tensión sin invadir la acción, construyendo un tono que mezcla frialdad y vértigo.

El trabajo de montaje evita la espectacularidad gratuita. La violencia se representa con crudeza, pero sin glorificación, enfocando siempre el costo físico y moral de cada acto. Las secuencias de persecución se resuelven con claridad espacial y ritmo sostenido, algo infrecuente en producciones que dependen del impacto inmediato. Esa decisión favorece una narrativa que privilegia la consecuencia sobre el impacto. La serie encuentra así un equilibrio entre el entretenimiento y la reflexión social, sin que uno anule al otro.

La presencia constante de las redes sociales como fondo temático mantiene el vínculo con el origen del relato. La exposición pública de Kevin, su fama involuntaria y la necesidad de esconderse revelan una paradoja contemporánea: la visibilidad como amenaza. El guion convierte esa tensión en un comentario sobre el control y la vigilancia, donde la identidad se vuelve un producto susceptible de manipulación. La historia deja entrever una lectura política sobre la desigualdad, el espectáculo del delito y la indiferencia de las instituciones ante quienes buscan escapar del margen.

‘Baby Bandito’ confirma la madurez de una producción que ha aprendido a sostener su relato sin apoyos externos. La serie chilena se consolida como un estudio sobre la lealtad y el sacrificio en un entorno dominado por la violencia estructural. La dirección de Jorquera y su equipo apuesta por un tono seco y por actuaciones contenidas que transmiten cansancio y urgencia. Cada decisión narrativa está pensada para mantener la tensión emocional sin exageraciones. En ese equilibrio radica su valor: una ficción que examina el precio de la supervivencia sin necesidad de discursos.

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