Cine y series

Aro berria

Irati Gorostidi

2025



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En un taller metálico donde el aire se mezcla con el polvo del hierro y las voces del turno de mañana, empieza ‘Aro berria’. La película de Irati Gorostidi observa ese instante en que el país deja atrás la dictadura y, sin saberlo del todo, entra en un tiempo nuevo. No se trata de una crónica nostálgica, sino de una exploración de las grietas que surgen cuando la política abandona las calles y el deseo de cambio busca otros territorios. En esa mezcla de cansancio y entusiasmo se mueve un grupo de trabajadores que, tras semanas de asambleas, huelgas y frustraciones, decide romper con todo para fundar una comunidad en las montañas. Allí intentan imaginar otra manera de convivir, más libre y menos obediente, aunque el ideal acabe topándose con sus propias contradicciones.

El relato se concentra en Eme, una trabajadora interpretada por Maite Muguerza, que parece mirar el mundo con una mezcla de incredulidad y necesidad de comprender. En las reuniones de la fábrica se adivina la distancia entre los discursos sindicales y las inquietudes personales. Ella escucha, participa y observa, pero su atención se desplaza hacia algo menos concreto: la sensación de que cambiar las condiciones laborales no basta para transformar la vida. Ese pensamiento la empuja, junto a otros compañeros, a probar un modo distinto de existencia en plena naturaleza. El guion presenta esa decisión sin romanticismo, con la frialdad de un acto que responde al hartazgo y a la búsqueda de sentido más que a una fe ciega en la utopía.

En la comuna, la película cambia de tono. Los cuerpos sustituyen a los discursos y la convivencia se vuelve el centro del experimento. Las escenas colectivas muestran ejercicios de respiración, bailes compartidos y rituales donde el contacto físico pretende borrar jerarquías. Lo que en la fábrica eran palabras, aquí son gestos, y lo que antes se negociaba con argumentos ahora se intenta resolver con la piel. La cámara de Gorostidi, siempre próxima, se mueve entre los participantes como si formara parte del grupo. No observa desde fuera, sino que se adentra en el desorden y en la búsqueda de placer como espacio político. Esa cercanía evita la idealización y revela el peso de las tensiones internas: las diferencias entre hombres y mujeres, la gestión del deseo, los conflictos del liderazgo y las dudas sobre si una comunidad puede sostenerse sin reproducir las normas que pretendía abandonar.

El trabajo visual refuerza la idea de contraste entre dos mundos. En la fábrica, la luz es plana, los tonos son grises y el sonido de las máquinas ahoga las conversaciones. En la comuna, los colores se abren y el rojo de la carpa central domina el encuadre como un recordatorio de que el experimento, por liberador que parezca, también tiene algo de encierro. La fotografía de Ion de Sosa, con su textura rugosa y su luz irregular, transforma cada plano en una imagen que respira historia y tiempo. Esa elección estética no busca embellecer, sino capturar el clima de una época que oscilaba entre la esperanza y la confusión.

La dirección evita los atajos fáciles y se concentra en el detalle: el roce de una mano, el sudor en una espalda, la mirada que se desvía cuando la intimidad se vuelve incómoda. Esas pequeñas rupturas son las que dotan a la película de su fuerza política. No se trata solo de recordar un movimiento alternativo, sino de observar qué ocurre cuando el ideal de libertad se confronta con la realidad material de los cuerpos. La sexualidad aparece entonces como territorio de resistencia, pero también como campo de conflicto. Lo que comienza como una liberación se convierte en un ensayo constante de límites, de dependencias y de contradicciones.

Eme se mueve en medio de todo eso con una mezcla de curiosidad y agotamiento. Su silencio funciona como un hilo conductor: a través de su mirada entendemos que la revolución exterior se transforma en un proceso interior que no todos consiguen sostener. Las conversaciones sobre anticoncepción, la crianza compartida o la búsqueda del placer sin dominio masculino convierten cada diálogo en un espejo del tiempo y de las luchas aún vigentes. Gorostidi no pretende cerrar ninguna idea, sino acompañar a sus personajes mientras intentan entender qué significa realmente cambiar la vida.

El ritmo pausado del montaje permite que el espectador perciba el paso del tiempo en la comunidad. La rutina, las tensiones, las reconciliaciones y el desgaste progresivo sustituyen cualquier dramatismo. El guion no busca giros ni clímax, sino una observación sostenida del proceso. Esa calma deliberada recuerda a cierto cine europeo de los setenta que apostaba por el testimonio y la reflexión antes que por la narración convencional. Sin embargo, ‘Aro berria’ no es un ejercicio de estilo: su apuesta tiene que ver con la necesidad de comprender un momento histórico a través de quienes lo vivieron, sin reconstruirlo desde la distancia.

En la parte final, el relato se aleja del grupo y se centra de nuevo en Eme, que parece enfrentarse a la fatiga del ideal. Su experiencia refleja cómo las utopías colectivas, al no poder sostenerse indefinidamente, terminan dejando una huella personal más duradera que sus estructuras. La película sugiere que, aunque la comuna no logre su propósito, la experiencia transforma a quienes participaron en ella. Esa transformación, más íntima que política, conecta con un presente donde la precariedad y el desencanto vuelven a ser terreno común.

La música de Narcoleptica, construida a partir de respiraciones y sonidos graves, intensifica la sensación de trance y encierro. No acompaña la acción, sino que actúa como una corriente subterránea que atraviesa las imágenes. Los cantos y los suspiros del grupo forman una especie de liturgia laica, un eco de lo que fue la esperanza revolucionaria convertida en rito sensorial. Esa dimensión sonora refuerza el carácter colectivo del relato y devuelve a la película una fisicidad que va más allá de la nostalgia.

‘Aro berria’ se sostiene sobre la tensión entre ideal y realidad. La comuna no aparece como un fracaso, sino como una tentativa que deja cicatrices. Lo importante no es su desenlace, sino el impulso que la originó: la necesidad de quienes, ante el desencanto político, buscaron transformar su forma de vivir. La película no busca redimirlos ni condenarlos, solo mirar de frente la mezcla de ingenuidad y valentía que los movía. En ese equilibrio se encuentra su verdadero interés: la memoria de un intento de libertad que aún resuena en tiempos donde el malestar colectivo sigue pidiendo espacios de reinvención.

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