Una isla parece hablar antes que sus habitantes. El rumor del mar, la niebla que se levanta despacio y el eco de unas voces que repiten fragmentos de Shakespeare marcan el inicio de ‘Ariel’, el nuevo viaje cinematográfico de Lois Patiño. En esta película, el director gallego convierte el mito en materia viva y el teatro en una forma de respiración. El punto de partida se sitúa en las Azores, un lugar que se asemeja a un sueño suspendido entre la calma del océano y la memoria de las palabras. Allí se reencuentran Agustina Muñoz e Irene Escolar, dos actrices que encarnan distintas versiones de un mismo ser: un espíritu atrapado en el límite entre el arte y la libertad. Patiño orquesta ese encuentro como si cada plano se construyera desde el temblor de lo desconocido, observando cómo los cuerpos y la naturaleza comparten un mismo pulso.
El argumento se sostiene en el viaje de una actriz que llega a una isla para ensayar ‘La tempestad’. Lo que en apariencia podría parecer un proceso creativo se transforma en una experiencia inquietante. Los habitantes del lugar se expresan con los versos del dramaturgo inglés y actúan como si su vida dependiera del texto. Esa convivencia entre el guion y la realidad altera toda lógica narrativa y convierte la isla en un escenario perpetuo. La repetición de los ensayos, los cambios de luz y el movimiento del mar construyen una sensación de circularidad que nunca se interrumpe. Esa dinámica encierra una reflexión sobre el poder que ejerce la palabra y sobre la dificultad de emanciparse de lo escrito. Patiño observa cómo los personajes se debaten entre la obediencia al autor y la urgencia de improvisar su propio destino, como si cada uno midiera hasta qué punto puede escapar del relato que lo contiene.
El trabajo de Agustina Muñoz resulta esencial en la construcción de ese dilema. Su interpretación capta la incertidumbre de quien percibe un entorno regido por leyes invisibles. A través de su mirada se percibe la duda, la búsqueda de sentido y el descubrimiento de una frontera en la que el teatro se confunde con la vida cotidiana. Irene Escolar, por su parte, adopta una presencia más enigmática, una figura que parece conocer la trampa del juego y a la vez participar en él. Ambas encarnan dos formas de entender la creación: la entrega a un texto ajeno y la resistencia frente a él. Esa confrontación impulsa gran parte de la tensión interna de la película. Patiño las filma desde una distancia precisa, evitando cualquier artificio emocional, y consigue que cada silencio funcione como una pausa en la que el espectador respira junto a ellas.
El universo visual de ‘Ariel’ articula gran parte de su significado. La fotografía de Ion de Sosa recurre a una paleta de tonos violáceos y verdosos que refuerzan la atmósfera hipnótica del relato. Las luces cambian su intensidad siguiendo los ritmos de las mareas, mientras los trajes de Susana Abreu introducen un contraste que acentúa la teatralidad sin romper la naturalidad del entorno. Cada plano sugiere una especie de hechizo donde los colores y los sonidos componen una sinfonía discreta. El diseño sonoro de Xabier Erkizia multiplica esa sensación de inmersión, mezclando ecos del viento, murmullos y fragmentos de voz que parecen surgir desde el interior de la isla. Todo se comporta como un cuerpo que respira: el mar, las actrices, las montañas, la propia cámara.
La dirección de Lois Patiño demuestra una confianza absoluta en el tiempo y la observación. Su manera de construir cada secuencia se asemeja a la escritura de un poema donde las pausas definen tanto como las palabras. Frente a la tendencia del cine contemporáneo a acelerar la acción, Patiño detiene la mirada para encontrar la verdad en lo que se repite. Su estilo recuerda a la delicadeza de autores como Apichatpong Weerasethakul, que también conciben el cine como un espacio donde lo visible y lo invisible se cruzan. En ‘Ariel’, el teatro se convierte en un espejo que devuelve al espectador su propia imagen, y el mar actúa como un personaje que impone su ritmo. La narración avanza sin brusquedades, sostenida por una serenidad que exige atención, como si el director quisiera que el público formara parte del ensayo, comprendiendo desde dentro el deseo de liberarse de la palabra escrita.
El trasfondo político de la película se insinúa en la representación del arte como espacio de poder. Los personajes actúan bajo la influencia de un autor ausente, un creador que dicta su destino sin aparecer en pantalla. Esa figura encarna el dominio de la tradición, la estructura patriarcal que decide lo que se dice y lo que se omite. La obra plantea así una reflexión sobre la servidumbre artística y sobre la posibilidad de recuperar la autonomía dentro de los márgenes de lo heredado. La isla se convierte en alegoría de un sistema que retiene y protege al mismo tiempo, un lugar donde la libertad se conquista mediante la desobediencia creativa. Patiño propone un gesto de emancipación simbólica: escapar del texto para habitar la imagen, dejar de recitar para empezar a vivir.
En el terreno moral, ‘Ariel’ explora la relación entre creación y dependencia. Las actrices interpretan a mujeres que buscan su voz dentro de una estructura impuesta. Su empeño en comprender la función del arte refleja el dilema de quienes intentan construir sentido en medio de una herencia cultural que las define. El libre albedrío se mide a través de la repetición, y la búsqueda de identidad se revela como un acto de resistencia. En esa tensión se inscribe la mirada de Patiño, que retrata la creación como un proceso de conflicto y deseo, nunca como un triunfo cerrado. Las imágenes capturan ese pulso entre entrega y rebelión con una serenidad que acentúa el peso de cada decisión.
Desde una perspectiva social, la película celebra la tradición gallega de crear desde los márgenes. Su rodaje en las Azores y su colaboración con la compañía teatral Voadora subrayan una voluntad de mantener viva la periferia cultural. Patiño reivindica una forma de hacer cine que se aleja de los grandes centros industriales y encuentra en el trabajo artesanal una afirmación de identidad. El uso del gallego y del portugués, el vínculo entre territorios atlánticos y la atención al paisaje como expresión colectiva refuerzan esa intención. ‘Ariel’ se inserta así en el movimiento del ‘Novo Cinema Galego’, continuando una línea de creación que entiende el cine como exploración del territorio y del lenguaje.
La estructura metacinematográfica de la obra amplía su alcance. Los personajes son conscientes de que actúan, los ensayos se mezclan con el rodaje y el público se convierte en parte del dispositivo. Esa construcción en espiral transforma la película en una reflexión sobre el propio acto de mirar. El cine se observa a sí mismo mientras representa, y esa autorreferencia genera un espacio de libertad que multiplica las interpretaciones posibles. Patiño consigue que la confusión entre realidad y ficción funcione como un comentario sobre la existencia contemporánea: la vida actual, igual que la de sus personajes, transcurre entre la representación y el deseo de autenticidad, entre lo que se muestra y lo que se oculta.
Hacia el final, ‘Ariel’ alcanza una síntesis entre lo teatral y lo sensorial. El mar se abre como si fuera un telón y las voces se disuelven en el viento. Esa imagen resume la propuesta de Patiño: el arte entendido como un lugar donde la forma y la materia dialogan, donde la creación se concibe como un proceso abierto y continuo. La película no busca cerrar un significado, sino dejar al espectador dentro de ese movimiento constante, observando cómo el agua borra los límites del escenario y devuelve la calma a todo lo que antes parecía atrapado. En esas escenas finales se percibe la madurez de un director que entiende la poesía visual como una forma de pensamiento.
