Cine y series

Ángeles

Paula Markovitch

2025



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Un verano abrasador se desliza por las calles de Córdoba y convierte cada plano en una extensión del aire pesado que envuelve a los personajes. En ese ambiente sofocante, Paula Markovitch coloca a una niña que vende golosinas junto a su hermana y a un hombre que trabaja cuidando coches. De esa combinación nace ‘Ángeles’, una película que no busca la ternura fácil ni la crudeza gratuita, sino un punto intermedio donde lo cotidiano se convierte en materia narrativa. La directora, que ya había explorado la infancia en ‘El premio’, vuelve a situar a los niños en el centro del relato, aunque ahora la mirada se vuelve más seca, menos contemplativa y más dispuesta a examinar el mundo sin filtros. Todo se cuenta a través de una cámara inquieta que acompaña sin interferir, que registra movimientos, sudor y respiraciones, y que encuentra en esa naturalidad la base de su forma de contar.

La trama se construye sobre un acuerdo inesperado entre una niña y un hombre que planea poner fin a su vida. Ángeles, la protagonista, se cruza con David en un aparcamiento y a partir de ese encuentro se desarrolla una relación que cambia de rumbo con rapidez. Él confiesa su decisión y ella elige acompañarlo, sin dramatismo ni retórica. A partir de ese pacto, la película se desarrolla en tres días que condensan toda una existencia: momentos de juegos, helados, paseos en coches robados, silencios prolongados y una complicidad que no se define con palabras. Lo que empieza como una simple amistad se convierte en un recorrido donde la niña asume un papel activo, no como testigo, sino como alguien que participa de la decisión de otro. Markovitch convierte ese vínculo en el eje de una reflexión sobre la vida en los márgenes, la dignidad y la compañía que surge entre quienes comparten la intemperie social.

El relato no necesita grandes escenarios para funcionar. El garaje, la calle y la obra en construcción bastan para sostener una historia que encuentra en lo limitado su fuerza. La directora usa esos espacios como metáfora de un encierro físico y emocional, donde los personajes se mueven con la lentitud que impone el calor. El verano actúa como un personaje más: el sudor, el polvo, el asfalto y la luz blanca crean una textura visual que encierra a los protagonistas y condiciona sus movimientos. La cámara se mantiene cerca de ellos, casi al nivel de su respiración, y evita cualquier artificio. No hay planos complacientes ni efectos dramáticos; todo parece rodado desde una confianza absoluta en lo real. Los hermanos Dardenne sirven como referencia inevitable para entender el tono de observación y el compromiso con la realidad que Markovitch imprime en su obra.

La película adquiere además una lectura política. Ángeles y David habitan una zona donde la vida se sostiene a base de improvisación, y donde la pobreza no se presenta como un elemento decorativo, sino como estructura de existencia. Ella representa una niñez sin protección institucional, un cuerpo que sobrevive vendiendo caramelos, mientras él encarna la derrota de un sistema que expulsa sin miramientos. La unión entre ambos se transforma en una forma de resistencia silenciosa. La película no pretende dar lecciones morales ni ofrecer redenciones, pero cada plano contiene un posicionamiento claro: la mirada se sitúa junto a los que quedan fuera de los márgenes de confort. Sin discursos, sin denuncias explícitas, Markovitch elabora un retrato de una sociedad que tolera la exclusión con la misma naturalidad con que acepta el calor. Esa normalidad es lo que el film pone en evidencia.

El trabajo de los intérpretes contribuye decisivamente a ese tono sobrio. Ángeles Pradal sostiene la película con una presencia serena, cargada de determinación y curiosidad, que dota al personaje de una mezcla de madurez y desamparo. Abián Vainstein, en cambio, compone a un hombre que apenas se sostiene, con un cuerpo que transmite fatiga y una voz casi ausente. Su interacción genera una tensión constante, hecha de miradas, pausas y gestos breves. Isabella Ramírez, como la hermana pequeña, introduce una energía que contrasta con la densidad emocional del dúo central. El reparto parece moverse sin dirección visible, pero detrás de esa aparente espontaneidad se percibe una guía firme. Markovitch apuesta por intérpretes no profesionales y eso refuerza la verosimilitud, haciendo que cada palabra y cada movimiento parezcan surgir de manera orgánica. La fotografía de Claudio Rocha contribuye a esa sensación de cercanía, con una luz que resalta el polvo y los reflejos del sol sobre el asfalto. El sonido ambiente y los silencios prolongados reemplazan cualquier exceso musical, generando una textura sensorial que sostiene la tensión sin recurrir al dramatismo.

El enfoque de la directora sobre la infancia resulta especialmente sólido. Markovitch se aleja de la visión complaciente que suele dominar este tipo de relatos. Ángeles no aparece como víctima indefensa ni como símbolo de pureza, sino como alguien capaz de decidir y actuar con plena conciencia. La directora no la idealiza, pero tampoco la utiliza como metáfora. En lugar de sentimentalismo, opta por un realismo seco que observa los actos sin juzgarlos. Esa forma de construir el personaje transforma la película en un estudio sobre la libertad y la responsabilidad en contextos donde ambas parecen imposibles. La niña entiende el mundo sin necesidad de explicarlo, y ese entendimiento define la fuerza narrativa de la historia. El modo en que acompaña a David hacia su final no expresa morbo ni ingenuidad, sino una manera distinta de relacionarse con la muerte, más instintiva, menos contaminada por el miedo adulto.

A lo largo de la película, el ritmo pausado y la repetición de gestos cotidianos crean una sensación de inmersión. Todo se mueve despacio, como si el tiempo se estirara para dar espacio a los cuerpos agotados. Esa cadencia permite que los detalles adquieran peso: una botella de whisky compartida, una canción improvisada dentro de un coche, una mirada al horizonte desde una obra en construcción. La directora confía en esos momentos mínimos para construir el significado. La historia nunca se precipita ni busca clímax forzados; la tensión nace de la espera, del movimiento que se repite hasta que algo se rompe. En ese sentido, la película comparte con el neorrealismo clásico la intención de capturar la vida tal como sucede, pero sin nostalgia ni academicismo. Es una mirada directa que encuentra poesía en la rutina y verdad en lo aparentemente insignificante.

‘Ángeles’ consolida a Paula Markovitch como una cineasta que sabe observar lo invisible. Su película no se ampara en la grandilocuencia ni en el exceso, sino que apuesta por la cercanía y el tiempo. Cada plano parece sugerir que el cine puede seguir siendo un espacio donde mirar a los otros sin condescendencia. El estreno en salas como Gaumont y su paso por el Festival de Morelia confirman la voluntad de un cine que rehúye la complacencia y apuesta por un retrato claro de la fragilidad social. La directora demuestra que las historias pequeñas pueden contener una densidad ética y emocional enorme, y que lo que se filma con precisión puede trascender cualquier frontera estética. ‘Ángeles’ es, al final, una observación lúcida de lo que ocurre cuando la vida y la muerte se dan la mano en los márgenes del mundo.

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