Cine y series

Amor y vino

Amanda Lane

2025



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La película se abre entre viñedos, bajo una luz que parece diseñada para confundir el deseo con la ilusión. ‘Amor y vino’, dirigida por Amanda Lane y distribuida por Netflix, toma ese paisaje del Cabo Occidental como punto de partida para hablar de algo más que un romance. Detrás del aire ligero de una comedia romántica late una historia sobre la posición social, el dinero y las mentiras que uno está dispuesto a contar para ser querido. Lane utiliza la tradición del intercambio de identidades como excusa para estudiar la obsesión contemporánea con la apariencia, y lo hace sin adornos ni solemnidad, como quien sabe que la farsa sentimental es solo un espejo de las convenciones que gobiernan la vida cotidiana. Desde el principio, la película presenta su escenario con elegancia, sin dramatismo ni comparaciones innecesarias, dejando que los personajes se definan en el contraste entre privilegio y deseo.

El argumento gira en torno a Owethu Sityebi, heredero de una bodega próspera que, cansado de que lo perciban como un producto de su apellido, decide cambiar su identidad con la de su amigo Nathi. El intercambio, más que una aventura romántica, es una prueba de vanidad y de vulnerabilidad. Owethu se inserta en una vida que desconoce, marcada por la precariedad y la rutina, y lo hace para impresionar a Amahle, una estudiante de medicina que representa la constancia y el esfuerzo. La relación entre ambos se convierte en el núcleo del relato: ella, ajena al engaño, actúa como contrapunto a su mundo superficial; él, atrapado en su propia mentira, comienza a descubrir que la comodidad puede ser también una forma de ignorancia. Lane utiliza esta dinámica con habilidad, retratando el autoengaño de un joven que, al buscar autenticarse, termina confrontando la falsedad de su entorno.

Nathi, por contraste, encarna el reverso del sueño de movilidad social. Su inmersión en la vida de lujo funciona como espejo de las aspiraciones colectivas: el encanto del poder y la trampa del deseo de pertenecer. La película convierte esta doble experiencia en un juego de tensiones que trasciende lo cómico y roza la observación social. Lena, interpretada por Thando Thabethe, representa el escepticismo racional que sostiene el equilibrio del relato; es la figura que observa el teatro de las apariencias y lo desnuda con una mezcla de intuición y ambición. El guion de Darryl Bristow-Bovey y Zelipa Zulu articula las escenas con una fluidez que evita los lugares comunes del género y convierte cada encuentro en una demostración de cómo las relaciones personales funcionan como extensiones de la jerarquía social. Las conversaciones, lejos de ser accesorias, se convierten en campo de batalla para las ideas sobre el amor, la identidad y la posición económica.

La dirección apuesta por una estética luminosa y contenida, consciente de que la belleza del entorno puede servir tanto para encubrir como para revelar. Los viñedos, las montañas y las casas coloniales funcionan como símbolos del poder heredado, pero también como recordatorios de un país que sigue intentando reconciliar su pasado con su presente. La película, sin subrayarlo, plantea una lectura política: una familia negra como propietaria de una finca vinícola representa una inversión del modelo histórico del sector, un gesto que habla de movilidad y transformación cultural. Lane, sin recurrir al discurso, convierte el paisaje en una metáfora del cambio, de lo que permanece y de lo que se reconfigura. La cámara observa con calma y deja que el espectador descubra los contrastes: la luz que baña los viñedos no es solo decorativa, es la textura que separa el lujo de la realidad.

El elenco sostiene esa mirada. Ntobeko Sishi imprime a Owethu una mezcla de ingenuidad y orgullo que lo humaniza sin idealizarlo. Su evolución es creíble, marcada por pequeños gestos y silencios que revelan la incomodidad del privilegio cuando se enfrenta a la sencillez. Masali Baduza, en el papel de Amahle, aporta equilibrio: su interpretación tiene la firmeza de quien ha construido su identidad desde el esfuerzo, y esa energía se convierte en el contrapunto moral del relato. Thandolwethu Zondi, como Nathi, introduce humor y descaro, aunque bajo su desparpajo se percibe la incomodidad de quien se sabe invitado en una fiesta ajena. Bongile Mantsai, en el papel del patriarca Sityebi, representa la autoridad como herencia, pero sin rigidez: su presencia ancla la historia en una realidad empresarial y familiar que la película usa para hablar de poder, herencia y cambio generacional.

Lane maneja el ritmo sin estridencias. No busca la sorpresa ni la intensidad emocional fácil, sino una progresión constante que deja espacio a los matices. El montaje acompaña ese propósito, alternando el humor con momentos de observación social en los que las diferencias de clase se hacen visibles a través de los gestos, los silencios y las miradas. La música, integrada con discreción, ayuda a mantener el tono cálido sin caer en sentimentalismo. La directora confía en la inteligencia del espectador y permite que la película respire, que cada escena encuentre su lugar dentro de una estructura que combina entretenimiento y comentario social. En ese sentido, su trabajo se aproxima a lo que hizo Mike Newell en ‘Cuatro bodas y un funeral’, pero con una sensibilidad más cercana a la Sudáfrica actual y su tensión entre tradición y modernidad.

‘Amor y vino’ funciona como retrato del deseo de ser visto de otra manera en un entorno donde la riqueza condiciona incluso los sentimientos. Cada personaje representa una forma distinta de entender el amor y el poder, y el conflicto central del intercambio de vidas sirve para demostrar que la verdad personal cuesta más que cualquier herencia. La historia no pretende moralizar ni ofrecer consuelo, pero deja claro que las apariencias, por más que seduzcan, siempre se agrietan con el tiempo. En ese sentido, la película logra un equilibrio entre humor y observación crítica, ofreciendo un retrato contemporáneo de una sociedad que intenta conciliar el progreso económico con la autenticidad de sus vínculos afectivos. Lane consigue que la comedia se convierta en una reflexión sobre la necesidad de entender que el amor, despojado de adornos, puede ser también un acto de reconocimiento del otro.

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