Un título nacido del manga de Haro Aso regresa a la pantalla con una tercera temporada que dirige Shinsuke Sato para Netflix. La historia continúa después de un aparente cierre, lo que plantea un dilema creativo: cómo mantener la tensión tras un final que parecía definitivo. El director y su equipo se adentran en un terreno incierto, con la carta del Joker como símbolo de un nuevo ciclo en el territorio liminal que conecta vida y muerte.
La serie arranca con Arisu y Usagi en una etapa distinta, alejados del escenario hostil que marcó sus aventuras pasadas. Sin embargo, un investigador obsesionado con las experiencias cercanas a la muerte introduce la idea de que el retorno es inevitable. Desde ese momento, el relato vuelve a situar a los protagonistas en un espacio donde las reglas se diseñan para forzar la resistencia y la desesperación. La premisa inicial tiene un aire artificioso, pero permite dar pie a nuevos enfrentamientos en el tablero de los juegos.
Los seis episodios de esta temporada se construyen sobre un esquema de pruebas sucesivas que evocan las cartas de la baraja, aunque el comodín impone un tono más caótico. A diferencia de las rondas de temporadas previas, la dinámica del Joker introduce giros constantes, normas que se revelan a destiempo y un ritmo más irregular. En ocasiones, los desafíos pierden claridad por la acumulación de reglas, lo que genera una percepción de saturación. Esa elección dramatúrgica parece coherente con la naturaleza imprevisible de la carta, aunque también resta fuerza a la comprensión del espectador.
Los juegos siguen representando el núcleo de la serie. La mezcla de pruebas físicas, estrategias de traición y enigmas de ingenio conserva la esencia que hizo reconocible a la obra desde su primera entrega. El diseño visual de los escenarios urbanos de Tokio, ahora más desolados y extremos, contribuye a reforzar esa sensación de aislamiento. Sin embargo, algunos enfrentamientos se resuelven con montajes acelerados que transmiten la impresión de que ciertos episodios condensan sus resoluciones con excesiva rapidez. El equilibrio entre espectacularidad y claridad narrativa se resiente en varios pasajes.
En cuanto a los personajes, la temporada ofrece altibajos. El dúo protagonista mantiene el eje de la trama, aunque la relación entre Arisu y Usagi se resiente de un guion que, más que desarrollar su vínculo, lo utiliza como motor de los giros argumentales. La inclusión de nuevos secundarios amplía el abanico de voces, pero la falta de tiempo en pantalla limita su desarrollo. Algunos apenas reciben trazos biográficos cuando se encuentran a las puertas de un desenlace fatal, lo que genera un efecto de desconexión con el espectador. Pese a ello, se perciben intentos de introducir arcos ligados a la transformación personal y al deseo de redención.
El trabajo de Sato como director mantiene la estética frenética que caracteriza a la saga. La cámara se mueve entre la crudeza de la violencia y los silencios posteriores al combate, ofreciendo contrastes que buscan impactar. El guion, firmado junto a Yasuko Kuramitsu, oscila entre la fidelidad a pasajes no adaptados del manga y la invención de nuevas tramas, lo que provoca un resultado desigual. En ciertos momentos se aprecia una ambición por expandir el universo hacia territorios más cercanos al mito que al drama de supervivencia, con alusiones a cultos y obsesiones colectivas que surgen en la sociedad japonesa tras el regreso de los supervivientes.
Ese trasfondo aporta una lectura política sutil. La aparición de grupos sectarios que veneran la experiencia de Borderland refleja el impacto de la catástrofe en una sociedad marcada por la incertidumbre. La obsesión del profesor que investiga a los supervivientes remite a una fascinación morbosa con la frontera entre vida y muerte, un tema que resuena con fuerza en la cultura contemporánea. No obstante, la serie aborda estas líneas de forma tangencial, como pinceladas que acompañan al espectáculo principal sin alcanzar una elaboración más profunda.
El tramo final concentra las mayores irregularidades. La apuesta por el espectáculo sacrifica la coherencia interna y plantea cambios abruptos en la actitud de los personajes. El desenlace opta por la grandilocuencia, con una escala visual imponente que se aleja del tono más controlado de los primeros episodios. Esa disparidad refuerza la sensación de una temporada dividida en dos mitades, con un inicio prometedor y una conclusión que desdibuja parte de lo construido.
A pesar de sus limitaciones, ‘Alice in Borderland 3’ conserva rasgos que siguen atrayendo al público. Las secuencias de tensión, la imaginación de algunos juegos y la capacidad de generar impacto visual sostienen el interés durante buena parte de la temporada. Sin embargo, el resultado global transmite la impresión de una entrega concebida para prolongar una historia que ya había encontrado su cierre natural.