Los primeros minutos de ‘Adorable’ se detienen en la chispa de un encuentro casual entre dos personas que, tras varias coincidencias, acaban iniciando un vínculo destinado a transformarse en matrimonio. Lilja Ingolfsdottir, directora noruega que se estrena en el largometraje tras una larga trayectoria en cortos, utiliza este arranque para subrayar la intensidad inicial de un romance que pronto dará un giro. La narración se sitúa en Oslo, en un hogar donde las tensiones domésticas se multiplican y ponen en tela de juicio la permanencia del vínculo. Lejos de recrearse en estampas idílicas, la película se sumerge en la cotidianidad de la convivencia con hijos, viajes de trabajo y la sensación de carga desigual dentro del hogar.
El eje narrativo gira en torno a Maria, interpretada con firmeza por Helga Guren. Se trata de una mujer que afronta la crianza de cuatro hijos, dos de una unión anterior y dos con su actual pareja Sigmund, músico con agenda itinerante. La cámara la acompaña en sus días más agitados: tarjetas bancarias rechazadas, pequeños desastres en el supermercado, discusiones con su hija adolescente y la frustración acumulada cuando Sigmund regresa de un viaje con gesto despreocupado. La puesta en escena se centra en sus reacciones, con un pulso que oscila entre la euforia verbal y la vulnerabilidad más cruda.
La película introduce sesiones de terapia de pareja donde el lenguaje corporal y los silencios pesan tanto como las frases pronunciadas. Ingolfsdottir construye aquí una dinámica que desarma las posiciones iniciales del espectador. Lo que en un principio parece responsabilidad exclusiva de Maria se va matizando, revelando un reparto compartido de tensiones y heridas. La directora confía en los actores para sostener escenas largas, apoyadas por una iluminación que resalta la incomodidad en cada intercambio. La cercanía del objetivo en los rostros convierte la terapia en un campo de batalla íntimo donde cada pausa se percibe cargada de resentimiento acumulado.
Sigmund, encarnado por Oddgeir Thune, no se dibuja como antagonista plano. La película le concede matices: su cansancio vital, su evasión de los conflictos domésticos y la incapacidad de mantener un diálogo productivo lo convierten en figura tan frágil como la de Maria. Los choques sobre tareas tan rutinarias como doblar la ropa se convierten en síntoma de una fractura más amplia, mientras los viajes laborales del músico simbolizan su huida constante. La balanza emocional entre ambos nunca queda del todo clara, y esa ambigüedad se convierte en uno de los elementos más incisivos del guion.
Entre las escenas más destacadas sobresale la visita de Maria a su madre, interpretada por Elisabeth Sand, donde la conversación familiar destila reproches disfrazados de bromas. Ese momento funciona como espejo generacional y sugiere que las dinámicas de agresividad pasiva se transmiten de madres a hijas. El guion no suaviza las aristas de este encuentro, que se convierte en una de las piezas clave para comprender el origen de muchos impulsos de la protagonista.
La labor de Ingolfsdottir al frente de la fotografía, el montaje y el diseño de producción dota a la obra de coherencia interna. Los espacios cerrados, casi siempre en interiores, refuerzan la idea de encierro emocional. En varios instantes, los espejos actúan como recurso visual que multiplica la imagen de Maria, subrayando la fractura en su identidad. El uso del sonido también es significativo: mientras el silencio de algunas sesiones de terapia transmite cansancio, una elección musical excesiva en un momento crucial rompe el equilibrio alcanzado hasta entonces, recordando que se trata de una primera obra aún en búsqueda de tono definitivo.
El personaje de la terapeuta, interpretada por Heidi Gjermundsen Broch, se convierte en un punto de respiro. Frente a las broncas del hogar, ella ofrece un espacio de contención que permite a Maria detenerse y soltar lágrimas en un gesto de rendición. Esta figura no se limita a ser testigo, sino que encarna la posibilidad de cuidado profesional en un país que otorga gran importancia a la salud mental.
La película nunca recurre a un esquema de villanos y víctimas. El guion evita justificar completamente a Maria o Sigmund y opta por retratar un matrimonio erosionado por cargas asimétricas y por la incapacidad de ambos para sostener un proyecto compartido. Ingolfsdottir se preocupa por mostrar las dos caras de la moneda: la mujer desbordada que se aferra al control y el hombre que busca escapar de una rutina que lo oprime.
Helga Guren se adueña de la pantalla con una interpretación que va desde estallidos de furia hasta derrumbes silenciosos. Su trabajo revela capas contradictorias que convierten a Maria en figura incómoda, difícil de empatizar en ciertos pasajes, pero también reconocible en su vulnerabilidad. Esa apuesta actoral permite que la cinta trascienda el mero relato conyugal y se acerque a una reflexión sobre cómo las tensiones personales terminan impregnando cada rincón de la vida familiar.
La obra se presentó en el Festival de Karlovy Vary dentro de la sección principal, y en ese contexto se percibe como una propuesta ambiciosa que intenta situarse en la tradición del cine escandinavo centrado en vínculos sentimentales y heridas domésticas. Al igual que en otras producciones de la región, la crudeza se combina con una puesta en escena sobria que rechaza adornos innecesarios. Ese equilibrio convierte a ‘Adorable’ en un retrato exigente de la convivencia, donde cada gesto cotidiano revela una fractura más honda.
