Desde el norte de Gales hasta los circuitos más exigentes de la música electrónica europea, la carrera de Kelly Lee Owens no puede explicarse en líneas rectas ni en géneros cerrados. Productora, compositora, vocalista y artesana del sonido, su obra es un continuo ejercicio de construcción emocional a través de herramientas analógicas y sensibilidad armónica. En ella confluyen los matices de una herencia coral galesa, los arrebatos rítmicos del techno berlinés, y una filosofía del cuidado que arrastra consigo desde sus días en la enfermería. Toda estas facetas sin lugar a dudas aflorarán en su próxima visita a nuestro país dentro de la programación del Tomavistas 2025.
El punto de partida no es una pista de baile, sino una sala de hospital. La trayectoria de Owens comienza en el sistema sanitario británico, donde trabajaba como auxiliar en oncología. Allí, observando el desgaste del cuerpo y el silencio de los pasillos, empezó a intuir que la música podía ser otra forma de contención. Su paso por tiendas de discos, Pure Groove, Selectadisc, Rough Trade, fue decisivo no sólo por lo que escuchaba, sino por las personas con las que se cruzaba: desde Andrew Weatherall hasta Graham Coxon, quien llegó a cederle un bajo Mustang para sus primeras actuaciones. La música emergía como lenguaje alternativo, pero también como medio para sostener a otros.
Sus primeros lanzamientos, entre ellos los sencillos prensados por ella misma en vinilo de 12 pulgadas, ya mostraban una preocupación formal que se traducía en la búsqueda minuciosa de texturas, espacios y resonancias. No era una electrónica de laboratorio, sino una alquimia de capas sonoras construidas con atención a los armónicos, al color de la reverberación y a la disposición del silencio.
Con su primer álbum homónimo, 'Kelly Lee Owens' (2017), delineó una arquitectura sónica que alternaba pasajes rítmicamente densos con desarrollos melódicos guiados por una voz casi espectral. No se trataba de situar su voz al frente como gesto de protagonismo, sino de integrarla como instrumento con envolvente propia, distorsionada a menudo por delays de cinta y ecos Watkins. Esa decisión estética, inspirada en prácticas como las de The Knife o Arthur Russell, marcó una dirección en la que lo analógico y lo espiritual se entrelazaban.
Pero fue con 'Inner Song' (2020) donde la complejidad armónica y conceptual alcanzó un nuevo nivel. El disco se grabó tras un periodo de crisis personal atravesado por pérdidas múltiples y estados de agotamiento físico y mental. A diferencia de su debut, aquí la voz de Owens se alza con mayor claridad en la mezcla, sin sacrificar el diseño sonoro. La producción privilegia el peso del bajo en el espectro, la relación rítmica entre compresores multibanda y bombos filtrados, y una paleta cromática que recorre desde el krautrock ('Jeanette') hasta el UK garage de cámara ('Re-Wild').
Temas como 'On', 'Melt!' o 'L.I.N.E.' exponen con precisión el tránsito entre patrones sincopados, pads filtrados y líneas melódicas suspendidas sobre un pulso que rara vez se detiene. En 'Corner of My Sky', la colaboración con John Cale no es sólo simbólica; conjuga la tradición galesa con una experimentación tímbrica que remite a las manipulaciones de cinta y a la poética del sonido encontrado. En el vídeo correspondiente, el surrealismo cotidiano convive con referencias mitológicas propias del folclore galés, como la figura del dragón o la carga semántica del rojo.
La relación de Owens con su tierra natal no es folclorismo ni nostalgia; es memoria transformada en vibración. Desde la presencia del idioma galés en parte del repertorio hasta la influencia del Eisteddfod, festival de artes y poesía, su música recoge esa herencia coral en forma de progresiones modales, intervalos amplios y líneas vocales que oscilan entre lo litúrgico y lo íntimo. Incluso el diseño de los coros y armonías refleja esa memoria sonora de infancia: la resonancia de las voces masculinas de antiguos mineros en los coros locales ha dejado su huella en el fraseo y en la dinámica vocal.
La evolución sonora se hizo más evidente en 'LP.8' (2022), un trabajo más austero en cuanto a armonía, pero radical en la concepción del espacio. Aquí Owens se decanta por un enfoque casi de instalación sonora, donde la percusión se reduce a gestos mínimos y el uso del sintetizador modular explora inestabilidades tímbricas como forma compositiva. No hay concesiones melódicas fáciles ni estructura verso-estribillo; cada pieza actúa como un campo acústico donde las frecuencias bajas se sienten más que se escuchan.
'Dreamstate' (2024), su cuarto álbum, abre una nueva etapa sin despojarse del hilo conductor que ha tejido desde el inicio. Aunque más rítmico y cercano al formato canción, mantiene su atención quirúrgica a la relación entre síntesis y vocalidad. Las colaboraciones con figuras como Tom Rowlands (The Chemical Brothers) y Bicep no diluyen su identidad sonora; al contrario, permiten abrir el espectro dinámico sin perder la coherencia armónica. Los sintetizadores continúan desafinándose deliberadamente, las secuencias MIDI se desvían con intención, y la producción enfatiza los cambios de presión sonora con un criterio más cercano al diseño acústico que al pop convencional.
La voz, ahora más al frente que nunca, mantiene su cualidad etérea, pero también se muestra más articulada, con líneas líricas que reafirman una voluntad de permanencia. No es anecdótico que haya decidido comenzar sus sets con reinterpretaciones vocales de piezas ajenas, como 'All Is Full of Love' de Björk, en una clara declaración de intenciones sobre la importancia de la voz como materia central, no solo como adorno atmosférico.
Su vinculación con la producción no es delegada, sino estructural. Owens no actúa únicamente como intérprete, sino como arquitecta del sonido. Desde el uso de sistemas modulares y sintetizadores físicos hasta la participación activa en mezclas y procesos de masterización, la artista busca mantener el control total de la forma final de su obra. La mezcla no es un trámite técnico, sino una parte del discurso musical: cada valor de ataque en un compresor, cada tempo desplazado ligeramente, responde a una lógica expresiva.
También su relación con la tecnología parte de una paradoja fértil: la búsqueda de lo orgánico en lo digital. La imperfección es una constante en sus texturas, ya sea por la introducción deliberada de errores de sincronía, la saturación armónica analógica o los desajustes en la cuantización. Esta apuesta por lo inestable rompe la rigidez de la cuadrícula digital y conecta con una tradición performativa que prioriza la sensación sobre la limpieza técnica.
Kelly Lee Owens ha logrado construir un espacio propio donde convergen elementos dispares sin necesidad de justificarse: la herencia coral galesa, la sensibilidad melódica del pop británico, la física del techno berlinés y una ética del cuidado que atraviesa cada compás. Su música no busca acomodarse en escenas, etiquetas ni modas, sino en tensar los límites de la forma, del cuerpo y del sonido.
En un momento donde el mercado exige velocidad y visibilidad constante, su insistencia en la precisión, en el ritmo que impone el proceso y en el respeto por el silencio, la sitúan en un lugar de resistencia y profundidad creativa. No hay espectáculo en su vulnerabilidad, ni eslogan en su discurso. Lo que ofrece es otra cosa: una música que se afina con el oído y se percibe con el pecho, como si cada frecuencia estuviera calibrada no sólo para sonar, sino para sostener.