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Las mejores películas nacionales del 2025



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En esta selección de películas nacionales se reúnen obras que, lejos de ajustarse a moldes predecibles, insisten en explorar los márgenes del relato y la imagen. Dentro de un panorama en el que la producción audiovisual tiende a homogeneizar discursos y ritmos, estos títulos evidencian la persistencia de un cine capaz de observar sin artificios, de pensar con las herramientas de la puesta en escena y de arriesgarse a hablar desde los lugares menos cómodos. Cada una de estas películas nace de una voluntad concreta, de una necesidad de comprender lo que nos rodea sin someterlo a fórmulas prefabricadas. Su diversidad confirma que el cine español actual sigue encontrando modos de reinventarse: desde la observación íntima hasta la experimentación narrativa, desde la memoria colectiva hasta el retrato cotidiano. Esta selección no se limita a reunir estrenos recientes, sino que propone un mapa en movimiento de sensibilidades y miradas que conciben el cine como un espacio de reflexión y presencia, un territorio donde la forma y la experiencia dialogan para mantener vivo el impulso de narrar.

Balearic’ consigue con medios modestos una reflexión de gran alcance sobre la alienación contemporánea. Ion de Sosa no moraliza, pero su mirada es firme. Al enfrentarse a la dualidad entre juventud y madurez, revela la continuidad de un mismo vacío. En ambas edades persiste la dificultad para mirar más allá del propio reflejo. La película sugiere que la falta de conexión entre generaciones no se debe al paso del tiempo, sino a una pérdida común de propósito. Esa es quizá la imagen más poderosa que deja: dos piscinas separadas por una cadena de metal y un incendio de fondo, metáfora precisa de una sociedad que ha confundido la calma con la ceguera.

Gemma Blasco demuestra firmeza y coherencia incluso cuando bordea el exceso. Su mirada no se pliega al dramatismo ni al panfleto. En lugar de eso, opta por una violencia íntima que no se grita, se arrastra. El rojo, omnipresente, no adorna ni embellece. Representa lo que no cicatriza. ‘La Furia’ se mantiene al borde del colapso durante sus 107 minutos. Nunca se entrega a la catarsis. No hay consuelo posible ni cierre reparador. Solo una certeza incómoda: que la violencia persiste más allá del acto, que la rabia no siempre encuentra cauce, y que no todas las historias están hechas para ser resueltas.

Con ‘Lo que queda de ti’, Gala Gracia propone una mirada que no requiere levantar la voz para hacerse oír. En lugar de buscar trascendencia, permanece en la linde entre lo íntimo y lo colectivo. En ese margen donde se toma la decisión, a veces irreversible, de quedarse donde el cuerpo ya no es foráneo. Y en ese quedarse, aunque sea por elección o inercia, la protagonista encuentra un modo de recomponerse. No se trata de sanar, sino de asumir. De dejar que el tiempo se imponga no como cura, sino como compañía. Como esas ovejas que, aunque nunca se nombran, marcan el ritmo y la necesidad de seguir. Porque, como deja entrever esta película sin proclamas, no todo legado es una carga: algunos solo exigen cuidado.

El desarrollo narrativo de ‘Lionel’ gira en torno al intento de un padre por recuperar un espacio afectivo con su hijo, al mismo tiempo que proyecta sobre él la sombra de una historia personal llena de remordimientos y bravatas. El joven apenas articula su malestar; su mirada, sin embargo, se convierte en un espejo que devuelve la fragilidad del adulto. Saiz utiliza esa asimetría para poner a prueba el modo en que los lazos familiares se deforman cuando se confunden con el deseo de justificar una vida entera. A medida que el viaje avanza, las paradas se transforman en pruebas de resistencia, pequeños escenarios donde el entusiasmo inicial del padre se diluye en su propio exceso. El hijo observa sin intervenir, atrapado entre la obediencia y el distanciamiento que impone la edad. La película encuentra ahí su ritmo, en la distancia que se abre entre los dos personajes y en el intento del director por registrar cómo esa distancia produce una tensión moral que impregna cada escena.

Subsuelo’ confirma la capacidad de Fernando Franco para retratar la violencia desde la distancia y explorar el modo en que lo íntimo puede transformarse en campo de batalla. Su obra sigue la línea de autores como Cristian Mungiu o Joachim Trier, que observan el malestar sin adornos y dejan que las imágenes hablen por sí solas. Aquí, la dureza no se expresa con sangre ni con gritos, sino con la calma de quien sabe que el horror más profundo nace del control cotidiano. Franco mira a sus personajes con el rigor de un cirujano y la frialdad de quien prefiere entender antes que compadecer.

Aro berria’ se sostiene sobre la tensión entre ideal y realidad. La comuna no aparece como un fracaso, sino como una tentativa que deja cicatrices. Lo importante no es su desenlace, sino el impulso que la originó: la necesidad de quienes, ante el desencanto político, buscaron transformar su forma de vivir. La película no busca redimirlos ni condenarlos, solo mirar de frente la mezcla de ingenuidad y valentía que los movía. En ese equilibrio se encuentra su verdadero interés: la memoria de un intento de libertad que aún resuena en tiempos donde el malestar colectivo sigue pidiendo espacios de reinvención.

Rosales propone un cine que desafía las categorías tradicionales. 'Morlaix' no busca respuestas fáciles ni se somete a una estructura narrativa convencional. Es un film que respira con sus propios ritmos, que se permite la digresión y el misterio sin perder el hilo de una historia profundamente humana. La ausencia de un contexto social marcado no es una limitación, sino una decisión consciente: el foco está en lo emocional, en lo que trasciende el tiempo y el espacio. 'Morlaix' es un film que invita a sumergirse en su cadencia pausada, a dejarse llevar por su estructura fragmentaria y a encontrar en sus imágenes una sensación de reconocimiento. Rosales entrega una obra que se siente viva, que oscila entre la memoria y la ficción, recordándonos que el cine es, ante todo, una forma de habitar el tiempo.

La corriente del Bidasoa lleva consigo historias que jamás alcanzan tierra firme. Ninguna cartografía puede fijar sus movimientos, como tampoco hay aduana capaz de contener la deriva de los cuerpos arrastrados por la necesidad. Allí, en un rincón casi olvidado entre España y Francia, se alza una pequeña isla que más parece una metáfora flotante que un trozo de soberanía. 'La isla de los faisanes' encuentra su lugar como un drama discreto y resistente, capaz de nombrar los silencios y de iluminar los espacios donde las decisiones cotidianas adquieren un peso insoportable. Sin recurrir a la grandilocuencia ni a los sentimentalismos, Urbieta logra configurar una obra que, pese a sus irregularidades narrativas, se sostiene con firmeza en su empeño por mirar de frente la fragilidad humana ante el mapa absurdo de las fronteras.

La película funciona como retrato generacional en tanto que refleja cómo los veinte años pueden convertirse en un territorio inestable, marcado por la contradicción entre deseos propios y responsabilidades familiares. Al situar esa tensión en el contexto bilbaíno y enmarcarlo en la Aste Nagusia, Fantova consigue que el relato trascienda lo particular y se convierta en imagen de una transición vital compartida por muchas personas. Este debut, con sus aciertos y limitaciones, muestra a una directora con una mirada clara sobre lo que quiere contar y la manera de hacerlo. ‘Jone, a veces’ no pretende deslumbrar con grandes giros ni imágenes impactantes, pero sí consigue dejar una huella duradera gracias a su capacidad para articular lo íntimo y lo colectivo, lo festivo y lo doloroso, en un mismo verano.

La película encuentra su mejor expresión en las secuencias donde la música se impone al diálogo, cuando las trompetas, los coros y los silencios expresan lo que las palabras apenas alcanzan a sugerir. Con ‘Karmele’, Asier Altuna ofrece una obra de vocación histórica que busca conciliar la memoria y la emoción mediante un relato de amor marcado por la pérdida. Su mirada hacia el pasado no persigue la nostalgia, sino una reconstrucción que aspira a comprender cómo la identidad vasca se sostuvo en tiempos de dispersión y censura. La película puede adolecer de cierta rigidez narrativa, pero su capacidad para integrar lo íntimo y lo colectivo la sitúa como un intento valiente de revisitar un periodo decisivo desde una perspectiva artística y cultural.

La metáfora más eficaz no necesita ser verbalizada: la cabra es tanto un animal como un espejo. En ella confluyen el miedo heredado, el deseo de libertad y la amenaza que perciben los adultos en todo lo que no entienden. Elena teme a la cabra porque alguien le enseñó a temerla. Su proceso no es de superación, sino de colisión con lo que ya no encaja en el mundo que se le ofrece. ‘La niña de la cabra’ no busca entretener, ni emocionar de forma evidente. Se instala en una zona más turbia, donde el cine familiar se despoja de su envoltorio amable y se permite hablar de todo aquello que rara vez se menciona delante de los niños. Ese gesto, sin grandilocuencia, es lo que sostiene el peso de una propuesta que rehúye tanto el efectismo como la complacencia. La niñez, en este caso, no es un refugio, sino un territorio donde todo empieza a resquebrajarse.

Eva Libertad no convierte la sordera en el tema de su película, sino en su forma. El lenguaje visual, los silencios, las pausas, la ausencia de música en momentos clave, todo responde a esa voluntad de construir desde lo que falta, desde lo que no se escucha. No es un artificio, es una decisión estética y política. Una forma de intervenir en el relato dominante sin necesidad de proclamarlo. El filme no concluye con una redención ni con un gesto de reconciliación. La última escena no resuelve, simplemente se detiene. Y en esa detención hay una forma de verdad que no necesita ruido. A veces basta con mirar. Y permitir que el silencio incomode. Porque en él, como demuestra ‘Sorda’, hay más contenido del que suele atribuirsele. Solo hay que estar dispuesto a percibirlo.

Extraño río’ se presenta como un debut que combina naturalismo y lirismo, observación de lo cotidiano y fugas hacia lo fantástico. Su interés no se centra en grandes giros narrativos, sino en la captación de estados de ánimo, en la construcción de un clima que oscila entre la ligereza del verano y la gravedad de las primeras decisiones vitales. La película se abre así a múltiples lecturas, desde el retrato generacional hasta la reflexión sobre el vínculo entre paisaje, deseo y memoria. Claret Muxart se adentra en el cine con una obra que anuncia una trayectoria a seguir, sustentada en una sensibilidad particular para traducir lo íntimo en imágenes.

Maspalomas’ se inscribe en una línea coherente con la trayectoria de Goenaga y Arregi. Como en ‘Loreak’, ‘Handia’ o ‘La trinchera infinita’, la atención recae sobre cómo el individuo negocia con relatos impuestos. En esta ocasión, el énfasis está en el choque entre una identidad conquistada y la presión de instituciones que, bajo la apariencia de proteger, acaban asfixiando. La obra plantea, además, una mirada sobre la tercera edad pocas veces abordada en el cine contemporáneo: la sexualidad y el deseo en un cuerpo envejecido. Lejos de ofrecer una visión complaciente, la propuesta se sitúa en un terreno áspero, consciente de que el retrato de la vejez y la homosexualidad implica hablar de silencios, miedos y retrocesos. El film combina así dos registros: el vitalismo de una etapa luminosa y la crudeza de una realidad que restringe.

La película de Belén Funes se abre paso entre campos de olivos que no florecen por igual y calles barcelonesas donde se hace difícil enraizar. En ese vaivén entre el sur rural y la urbe colapsada se despliega una historia tejida con hilos ásperos: el duelo sin ceremonia, la maternidad expuesta sin filtro, la vivienda como asedio, la memoria como estorbo y ancla. Al evitar la exposición emocional y las resoluciones fáciles, Funes fuerza al espectador a atender lo pequeño. Cada plano sostenido, se convierte en un signo. La película demanda una atención activa, casi cómplice. ‘Los Tortuga’ se afirma como una obra que no busca impacto, sino más bien insistencia. Su valor reside justo en esa elección: registrar el murmullo de lo que siempre está presente.

Algunas películas parecen surgir de un accidente cotidiano, de esos sucesos tan inverosímiles que solo el cine puede convertir en materia sensible. 'Las líneas discontinuas', dirigida por Anxos Fazáns y estrenada en el Festival de Gijón 2025, parte de un hecho así: un chico que, tras una noche de fiesta, se cuela en una casa ajena y se queda dormido en la cama de su dueña. Ese punto de partida, tan absurdo como posible, se transforma en un retrato íntimo sobre dos personajes que se encuentran sin buscarse y terminan compartiendo un espacio que les obliga a mirarse, a escuchar, a reconocerse en la vulnerabilidad del otro. Fazáns aborda esta historia con la calma de quien observa sin intervenir, situando su cámara en los márgenes, dejando que la convivencia de los protagonistas se imponga sobre cualquier expectativa de giro o moraleja.

La vida se filtra por las ranuras de una puerta cerrada. Un sonido de tuberías, un golpe seco de la cisterna, el eco de voces que resuenan desde el otro lado de la pared. Hay quienes encuentran su paz en el pliegue de una esquina, en el rincón de una librería polvorienta o entre las líneas de un cuaderno a medio escribir. Para Antonia, protagonista de ‘Un baño propio’, la paz se encuentra en el único espacio donde el mundo se detiene: el cuarto de baño. No hay otro lugar en la casa donde una mujer pueda marcar un límite tan claro con una sola palabra: "ocupado". ‘Un baño propio’ es una película que desafía la idea de lo privado y lo público desde un ángulo insólitamente lúdico. Su propuesta es tan específica como universal: un espacio personal, un lugar inviolable donde el tiempo se detiene y donde nadie puede irrumpir sin permiso.

Las casas, cuando se abandonan, no se derrumban de golpe. Ceden primero las paredes más humildes, se desploma en silencio la techumbre mientras la maleza avanza despacio, inexorable. ‘La buena letra’, la nueva película de Celia Rico Clavellino, brota desde esa misma grieta, la que separa lo visible de lo que permanece agazapado en los rincones del recuerdo colectivo. Su relato se hunde en esa España paralizada tras la guerra, un país donde el hambre, la precariedad y la obediencia no escribían titulares, sino vidas enteras. Con ‘La buena letra’, Celia Rico Clavellino refuerza su posición como una de las cineastas más interesantes del panorama actual. Su aproximación evita tanto la nostalgia como el miserabilismo, optando por una visión clara y sin sentimentalismos de un pasado que sigue proyectando su sombra.

La memoria suele mostrarse como un territorio movedizo, una arena que se desplaza bajo los pies y obliga a detenerse para no hundirse. A veces los recuerdos no aparecen en forma de certezas, sino como fragmentos que otros manipulan, ocultan o deforman, piezas de un rompecabezas al que siempre le falta algo. ‘Romería’ se percibe como una obra que cuestiona el modo en que las familias construyen su memoria y deciden qué episodios preservar y cuáles enterrar. La película evita tanto la idealización como la condena total, y en su lugar propone un retrato áspero, lleno de matices, donde el amor y el rencor conviven sin jerarquías claras. Esa ambigüedad la convierte en un ejercicio valioso, capaz de señalar que la verdad familiar rara vez es única, y que cada generación debe encontrar la manera de relacionarse con sus muertos, aunque estos se resistan a ser recordados.

Cada mirada que ofrece Avelina Prat se posa sobre lo quebradizo de lo humano: no sobre grandes gestos ni batallas internas, sino sobre la fragilidad de cargar una bolsa de naranjas que empiezan a pudrirse, sobre los mapas incompletos de una clase universitaria, sobre cafés fríos que nadie termina. Todo ello se dispone en una coreografía sin prisa, donde la quinta portuguesa no es sólo escenario, sino arteria por la que circulan las vidas que se han quedado sin relato. ‘Una quinta portuguesa’ se ofrece, así, como una obra que se inserta en el paisaje contemporáneo no por su discurso explícito, sino por la forma en que modela la intimidad de sus protagonistas. Sin levantar la voz, cuestiona cómo se construyen las nuevas raíces, cómo se edifica una identidad cuando las viejas estructuras han quedado atrás. La quinta no es simplemente un lugar: es un escenario de recomposición, donde el tiempo deja marcas que no buscan borrarse, sino incorporarse al relato.

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Tratando de escribir casi siempre sobre las cosas que me gustan.